Enrique era muy holgazán y, aunque su trabajo se limitaba a sacar todos los días a pacer su cabra, cada noche, al volver, decía:
- De veras que es pesado y fastidioso tener que llevar la cabra, un año sí y otro también, a pacer al prado. ¡Si al menos pudiera uno tumbarse y dormir! Pero no, hay que estar con los ojos bien abiertos y vigilar que el animal no se escape ni se meta en los huertos. ¡Cómo puede tener uno tranquilidad y disfrutar de la vida!
Enrique se sentó y se puso a pensar en la manera de quitarse aquella carga de encima. Se pasó mucho tiempo sin encontrar solución, hasta que, de pronto, dijo:
- ¡Ya sé lo que haré! - exclamó -; me casaré con Trini. También ella tiene una cabra; podrá sacarla a pacer con la mía, y yo no tendré que seguir atormentándome.
Se levantó, pues y hasta donde vivían los padres de Trini para pedirle la mano de su hija. Los padres no lo pensaron mucho.
Trini se convirtió en la mujer de Enrique y sacó a pacer las dos cabras. Él vivía feliz, sin otra preocupación que la de su propia holgazanería. Solo de vez en cuando acompañaba hasta el campo a su esposa:
- Lo hago solo para que a la vuelta me sea más agradable el descanso. De lo contrario, llega uno a perder el gusto en el reposo.
Pero resultó que Trini no era menos perezosa que su marido.
- Enrique mío - le dijo un día -, ¿por qué agriarnos la vida sin necesidad, y desperdiciar los mejores tiempos de nuestra juventud? ¿No sería mejor vender a nuestro vecino las dos cabras a cambio de una colmena? La pondríamos detrás de la casa, en un lugar soleado, y ya no habríamos de preocuparnos más de ella. A las abejas no hay que guardarlas ni llevarlas al prado; ellas mismas cuidan de volar por ahí, saben el camino de vuelta y almacenan su miel, sin molestia alguna para el dueño.
- Has hablado como una mujer prudente y que sabe lo que se dice - respondió Enrique -. Lo haremos así enseguida. Además, la miel es más sabrosa y nutritiva que la leche de cabra, y se guarda más tiempo.
El vecino cambió gustoso las dos cabras por una colmena. Las abejas volaron incansablemente desde la madrugada hasta entrada la noche, llenando la colmena de riquísima miel; y, así, al llegar el otoño, Enrique pudo llenar con ella una buena jarra.
Guardaron la jarra sobre un estante clavado en lo alto de la pared de su dormitorio, y, temiendo que alguien pudiese robársela, Trini cogió a vara de avellano y la puso junto a la cama, para tenerla al alcance de la mano sin necesidad de levantarse y, desde el lecho, poder arrear o ahuyentar a quien quisiera coger la miel
El perezoso Enrique no dejaba las sábanas antes de mediodía.Una mañana, estando todavía acostado dijo a su mujer:
-Tú te estás zampando la miel. Mejor sería, antes de que te la comas toda, que compremos con ella una oca y un patito.
- Pero no antes de que tengamos un hijo para que los cuide - respondió Trini -. ¿Crees tú que yo cargaré con todo, el trabajo de criarlos, consumiendo mis fuerzas para nada?
- ¿Y tú te imaginas que el hijo te guardará los gansos? Hoy en día, los niños ya no obedecen, porque se creen más listos que sus padres.
- ¡Oh! - replicó Trini -, lo que es el mío, lo va a pasar mal si no hace lo que le mande. Cogeré un palo y le curtiré la piel a bastonazos.
Agarró la vara de avellano que tenía a su lado para espantar los ratones y, blandiéndola en su excitación, gritó:
- ¿Ves, Enrique? ¡Así le voy a zurrar!
Y tuvo la mala suerte de pegar un estacazo a la jarra del estante. Dio esta contra la pared, cayó al suelo hecha trizas, y toda la miel se vertió y esparció.
- Ahí tienes nuestra oca y el patito - dijo Enrique -; ya nadie tendrá que guardarlos. De todos modos, ha sido una suerte que la jarra no me cayera en la cabeza; podemos considerarnos muy afortunados.
Y como viera que en uno de los pedazos había quedado un poco de miel, alargó el brazo para cogerlo, diciendo:
- Mira, mujer, saborearemos este poquito y luego descansaremos, después del susto. No importa que nos levantemos algo más tarde que de costumbre. ¡El día es muy largo!
- Sí - dijo Trini -, siempre se llega a tiempo. ¿Sabes? Una vez invitaron al caracol a una boda; él se puso en camino, y en vez de llegar a la boda llegó al bautizo. Delante de la casa tropezó, se cayó de lo alto del vallado y exclamó:
- ¡Bien dicen que la prisa es siempre mala!