Había una vez dos hermanos, un niño y una niña, que eran húerfanos de madre. Su padre se había vuelto a casar. Un día, el hermanito dijo a su hermanita:
-Desde que murió mamá no hemos tenido ningún momento de felicidad. Nuestra madrastra nos pega todos los días y no comemos más que mendrugos de pan. Deberíamos irnos a correr el mundo.
Caminaron todo el día. Por la noche llegaron a un bosque. Estaban tan cansados que se acurrucaron en el hueco de un árbol y se durmieron.
Cuando despertaron al día siguiente, dijo el hermanito:
-Tengo sed, hermanita. Me parece que he oído una fuente cerca.
Juntos se pusieron a buscar la fuente. Pero su malvada madrastra era hechicera y los había seguido. Para vengarse, había echado hierbas encantadas en todas las fuentes.
Aunque la niña intentó evitarlo, pues oyó hablar a las fuentes, su hermano terminó bebiendo y se convirtió en corzo. La hermanita echó a llorar sobre su pobre hermano encantado, y el pobre corzo lloraba también.
-No tengas miedo, mi querido corzo, que no me separaré de ti -dijo la niña.
La hermanita se quitó su cinta dorada e hizo un collar con ella al corzo. Después arrancó algunos juncos y tejió con ellos una cuerda con la que ató al animal y se lo llevó metiéndose con él en un bosque. Después de haber andado mucho tiempo, llegaron por último a una casita deshabitada.
-Aquí podemos detenernos y quedarnos a vivir -dijo la hermanita.
Entonces la niña buscó musgo para que pudiera descansar el corzo, y todas las mañanas salía, cogía raíces, frutas salvajes y nueces, y cogía también hierbas frescas que comía el corzo en su mano. Por la noche la niña reclinaba su cabeza en la espalda del corzo, que le servía de alfombra, y se dormía dulcemente.
Pasaron así algún tiempo en aquel lugar, pero llegó un día en que el rey de aquel país tuvo una partida de caza en el bosque, que resonaba con las tocatas de las trompas, los ladridos de los perros y los alegres gritos de los cazadores.
El corzo oyó todo aquel ruido y sentía no encontrarse cerca.
-¡Ah! -dijo a su hermanita- déjame ir a la cacería, no puedo resignarme a estar aquí.
Y la suplicó tanto que cedió al fin.
-Mira -le dijo- no dejes de volver a la noche, cerraré las puertas para que no entren esos cazadores, y para que te conozca, dices cuando llames: “Soy yo, querida hermanita, abre, corazoncito mío”. Si no dices eso, no abriré la puerta.
El corzo se lanzó fuera de la casa, muy contento y alegre de gozar del aire libre.
El rey y sus cazadores vieron al hermoso animal, y corrieron en su persecución sin poderle alcanzar. En cuanto comenzó a oscurecer, corrió a la casa, y llamó diciendo:
-Soy yo, querida hermanita, abre corazoncito mío.
Se abrió la puerta, entró en la casa y durmió toda la noche en su blanda cama.
Al día siguiente volvió a comenzar la caza, y cuando oyó el corzo de nuevo el son de las trompas y el ruido de los cazadores, no pudo descansar más, y dijo:
-Hermanita, ábreme, tengo que salir.
La hermanita le abrió la puerta, diciéndole:
-No dejes de venir a la noche y de decir lo que ya sabes.
Cuando el rey y los cazadores volvieron a ver al corzo con su collar dorado fueron todos tras él. Los cazadores consiguieron cercarlo ya caída la tarde y uno de ellos le hirió ligeramente en la pata y a duras penas pudo escaparse. Un cazador se deslizó tras sus huellas hasta llegar a la casita donde le oyó decir:
-Soy yo, querida hermanita, ábreme, corazoncito mío.
Y vio que le abrían la puerta y que cerraban en seguida. El cazador memorizó estas palabras, se dirigió a donde estaba el rey y le contó lo que había visto y oído.
El rey dijo:
-Mañana continuará también la caza.
La hermanita se asustó mucho cuando vio volver al corzo herido. Pero la herida era tan ligera, que al día siguiente el corzo volvió a la cacería.
El rey, apenas le vio, dijo a los cazadores.
-Perseguidle hasta la noche, pero no le hagáis daño.
En cuanto se puso el sol, dijo el rey al cazador:
-Ven conmigo y enséñame la casa.
Cuando llegaron a la puerta, llamó y dijo:
-Soy yo, querida hermanita, ábreme, corazoncito mío.
Se abrió la puerta y entró el rey. Allí encontró a la joven más hermosa que había visto nunca.
La niña tuvo miedo cuando vio que en vez del corzo, entraba un rey. Pero el rey la miró con dulzura y le dijo:
-¿Quieres venir conmigo a mi palacio y ser mi esposa?
-¡Oh, sí! -contestó la joven- más es preciso que venga conmigo el corzo, no puedo separarme de él.
El rey dijo:
-Permaneceré a tu lado mientras vivas, y no carecerás de nada.
En aquel momento entró el corzo saltando, su hermanita le ató con la cuerda de juncos, tomó la cuerda en la mano, y salió con él de la casa.
El rey llevó a la joven a su palacio, donde se celebró la boda. La hermanita se convirtió en reina y el corzo quedó muy bien cuidado y saltaba y corría por el jardín del palacio.
Cuando la malvada madrastra supo que los hermanitos eran tan felices y que vivían con tanta prosperidad se despertaron en su corazón el odio y la envidia y se dedicó a buscar un medio para hundir a los dos en la desgracia. Su hija verdadera, que era tan fea como la noche y solo tenía un ojo, le dijo:
-La suerte de llegar a ser reina es a mí a quien pertenece.
-¡No te preocupes, hija! -dijo su madre-. Todo a su tiempo.
Al poco tiempo, la reina dio a luz un hermoso niño mientras el rey estaba de caza. La madrastra aprovechó para acercarse a ella bajo la forma de doncella y entró en el cuarto en que se hallaba acostada la reina.
-Venid, señora -dijo-, vuestro baño está cerca, os sentará muy bien, y os dará muchas fuerzas.
La madrastra disfrazada llevó al baño a la reina. La dejó allí y cerró la puerta. Había puesto el agua muy caliente esperando que la reina no soportara el calor y muriera allí mismo.
Hecho esto, la madrasta hizo entrar a su hija, le puso un gorro en la cabeza y la acostó en la cama de la reina. Le dio también la forma y las facciones de la reina, pero no pudo ponerle el ojo que había perdido, y para que no lo notase el rey, le mandó que estuviera echada del lado de que era tuerta.
Cuando a la caída de la tarde volvió el rey de la caza y supo que había nacido su hijo, se alegró mucho y quiso ir a la cama de su querida mujer para ver cómo estaba.
P
ero la madrastra disfrazada de doncella aún dijo en seguida:
-No abráis las ventanas. La reina no puede ver la luz todavía. Necesita descanso.
Cuando dieron las doce de la noche y todos dormían, la nodriza que estaba en el cuarto del niño, vio abrirse la puerta y entrar a la verdadera madre, que sacó al niño de la cuna, lo tomó en sus brazos y le dio de mamar. No se olvidó tampoco del corzo; se acercó al rincón donde descansaba y le pasó la mano por la espalda. Salió después sin decir una sola palabra, y al día siguiente, cuando preguntó la nodriza a los guardias si había entrado alguien en palacio durante la noche, le contestaron:
-No, no hemos visto a nadie.
Volvió muchas noches de la misma manera sin pronunciar una sola palabra; la nodriza la veía siempre, pero no se atrevía a hablarle.
Al cabo de algún tiempo la madre comenzó a hablar por la noche y dijo:
-¿Qué hace mi hijito? ¿Qué hace mi corcito? Volveré dos veces más, y ya no vendré jamás.
La nodriza no dijo nada, pero apenas había desaparecido, corrió a contárselo al rey, quien dijo:
-¡Dios mío! ¿qué significa esto? Voy a pasar la noche próxima al lado del niño.
En efecto, fue por la noche al cuarto del niño, y hacia las doce, se apareció la madre, y dijo:
-Qué hace mi hijito? ¿Qué hace mi corcito? Volveré dos veces más, y ya no vendré jamás
Después acarició al niño como hacía siempre, y desapareció. El rey no se atrevió a dirigirle la palabra; pero a la noche siguiente se quedó también en vela. La reina dijo:
-¿Qué hace mi hijito? ¿Qué hace mi corcito?
El rey no pudo contenerse más, se lanzó hacia ella y le dijo:
-Tú debes de ser mi querida esposa.
-Sí -le contestó- soy tu mujer querida.
Y en el mismo instante recobró la vida por la gracia de Dios, y se puso tan hermosa y fresca como una rosa.
El rey descubrió la farsa y condenó a la malvada bruja y a su hija.
-Os dejaré que viváis en el exilio si devolvéis a su forma al corzo -dijo el rey.
La madrastra así lo hizo y se fue de allí para siempre con su hija. El hermanito y la hermanita vivieron felices para siempre.