El viento silba entre las ramas del viejo sauce. Parece que se oye una canción. Si no la comprendes, pregunta a la vieja Juana, la del asilo.
Hace muchos años el árbol era ya alto y corpulento. Estaba donde está todavía, frente a la casa del sastre, cerca del estanque. La casa del sastre envejeció. Ahora estaba solitaria y silenciosa. Solo y apático vivía en ella el pobre Rasmus. Había nacido allí.
Cuando llegaban las golondrinas en primavera volaban en torno al árbol y al tejado de la casa del sastre, pegaban su barro y construían sus nidos, mientras el pobre Rasmus tenía el suyo completamente abandonado, sin cuidar de repararlo.Él se quedaba en su casa, mientras las golondrinas se marchaban.
Cuando la casa era nueva y estaba en buen estado, se trasladaron a ella el sastre del pueblo y su mujer, un matrimonio honrado y trabajador. Por aquellas fechas, la vieja Juana era una niña. Más de una vez le habían dado pan y mantequilla. El matrimonio tenía once hijos.
Cada año, para las Navidades, de la finca del propietario enviaban provisiones a casa del sastre. Entonces, el sastre se mostraba satisfecho, pero no tardaba en volver a decir:
-¡Qué más da!
La esposa del sastre estaba siempre de buen humor, y nunca se le oía decir, como a su marido: ¡Para qué!. Los hijos crecieron, se fueron a tierras lejanas. Rasmus era el menor.
Pero llegaron malos tiempos. El sastre tuvo que dejar de trabajar, pues le enfermaron las manos.
-¡No hay que desanimarse! -decía su esposa-. Puesto que las manos del padre no pueden ayudarnos, procuraré yo dar más ligereza a las mías. El pequeño Rasmus puede también ayudar.
El niño se sentaba ya a la mesa de coser. Era un chiquillo muy alegre. Pero no debía quedarse todo el día sentado allí, decía la madre; tenía también que jugar y saltar.
Juana era su mejor compañera de juego. Su familia era aún más pobre que la de Rasmus. Él tenía grandes ideas; quería ser un buen sastre y vivir en la ciudad. Juana iría a visitarlo, y si sabía cocinar, prepararía la comida para los dos y tendría su propia habitación. A Juana le parecía todo aquello un tanto improbable, pero Rasmus no dudaba de que todo sucedería al pie de la letra. Y así se pasaban las horas bajo el viejo árbol, mientras el viento silbaba a través de sus ramas y hojas.
En otoño caían las hojas, y la lluvia goteaba de las ramas desnudas.
-¡Ya reverdecerán! -decía la mujer.
-¡Qué más da! -replicaba el hombre.
-Tenemos la despensa llena -observaba ella-. Y podemos dar gracias a la señora. Yo estoy sana y no me faltan energías. Sería un pecado quejamos.
Las Navidades las pasaban los propietarios en su finca, pero después volvían a la ciudad.
Pero murió el señor. Una noche fría llegó la carroza fúnebre conduciendo el cadáver, que debía recibir sepultura en el cementerio del pueblo. Todo el invierno se habló en el pueblo del entierro del señor.
-En él se vio lo importante que era -comentaba la gente del pueblo.
-¡Qué más da! -dijo el sastre-. Ahora no tiene ni vida ni bienes.
-¡No hables así! -le riñó su mujer. Ahora goza de vida eterna.
-¿Cómo lo sabes? -preguntó el sastre.
-¡No digas impiedades! -protestó ella.
Pasado un año, la viuda se puso de medio luto; la alegría había vuelto a su corazón. Parece ser que pensaba volver a casarse. Y así fue.
-¡Qué más da! -dijo el sastre.
En los últimos tiempos andaban escasos de ropas en casa del sastre. Las pocas prendas que tenían estaban confeccionadas con las telas que habían recubierto el coche fúnebre del señor. Pero, aunque nadie tenía por qué saber de dónde procedía aquel paño, pronto corrió la voz. Las gentes pronosticaron que aquellas prendas llevarían la peste y la enfermedad a la casa.
Ea como fuere, al poco el sastre murió.
Al año siguiente llegó la hora de que Rasmus se trasladara a la ciudad como aprendiz. Juana lloraba. La mujer del sastre se quedó en la vieja casa, y continuó el negocio de su marido.
Se marcharon las golondrinas para regresar a la primavera siguiente, y a la cuarta vez volvió también con ellos Rasmus. Había pasado el examen de oficial sastre y era un mozo guapo. Su intención era marcharse a ver mundo, pero su madre deseaba retenerlo consigo. Y Rasmus siguió el consejo de su madre.
Era un mozo de buena presencia. En las grandes fincas era recibido con simpatía, especialmente en casa de Klaus Hansen, el segundo entre los labradores ricos de la parroquia. Su hija Elsa se prendó de Rasmus, y él de ella, pero los dos se lo guardaron. Así fue cómo el muchacho se volvió melancólico. Su buen humor se despertaba solamente cuando llegaba Elsa. Pero, aunque no le faltaron buenas oportunidades, nunca le dijo una palabra de su pasión.
¡Qué más da! -pensaba-. Sus padres quieren casarla bien, y yo no tengo nada. Lo más acertado sería marcharme de aquí.
Pero no podía alejarse de la finca. Juana era sirvienta en la propiedad. Apenas veía a Rasmus y a Elsa, pero oía que eran casi prometidos.
-Rasmus será rico -decía-. Me alegro por él -. Y sus ojos se humedecían.
Un día de mercado, Klaus Hansen se trasladó a la ciudad, acompañado de Rasmus, que, viajó al lado de Elsa. Estaba loco de amor, pero no lo dio a entender en nada.
-¡Sería hora de que hablara! -pensaba la muchacha, y hay que convenir en que tenía razón-. Haré correr el rumor de que otro hombre pretender mi mano.
Y pronto se habló de que el campesino más rico de la parroquia se había declarado a Elsa. Así era, pero se ignoraba la respuesta de la joven. Los pensamientos daban vueltas en la cabeza de Rasmus.
Un atardecer, Elsa le puso un anillo de oro en el dedo y le preguntó qué significaba aquello.
-Noviazgo -dijo él.
-¿Y con quién crees tú? -preguntó ella.
-¿Con el rico labrador? -aventuró él.
-¡Acertaste! -exclamó Elsa, y se marchó.
También se marchó él, y volvió a casa de su madre fuera de sí. Se ató la mochila y se dispuso a lanzarse al mundo, a pesar de las lágrimas de su madre, que pensaba que regresaría antes de fin de año.
La mujer estaba dispuesta a esperar largo tiempo. Elsa esperó solo un mes y fue a ver a una vieja que conocía el paradero de Rasmus, leyendo los posos del café. Le convenció de que podía hacerlo volver.
Y así pasó el tiempo. Elsa se cansó de esperar y se casó con el rico labrador. Y no habían acabado los festejos de la boda cuando Rasmus apareció en casa de su madre. Estaba enfermo y tuvo que acostarse. Solo Juana fue a visitarle.
Al final Rasmus salió de su enfermedad, pero su madre se contagió, y murió. La casa quedó solitaria, solitaria y mísera.
La salud de Rasmus se deterioró y no hacía nada a derechas:
-¡Qué más da! -decía.
Un anochecer de otoño Juana salió a su encuentro y lo acompañó un trecho.
-¡Haz un esfuerzo, Rasmus!
-¡Qué más da! -respondió él.
No lo dejó hasta la puerta de su casa; pero él, en vez de entrar, se dirigió al viejo sauce. El viento silbaba entre las ramas del árbol.
-¡Qué frío! Es hora de acostarme. ¡Dormir, dormir!
Y se fue al estanque, donde cayó desfallecido. Llovía y el viento era helado, pero él no se daba cuenta. Cuando salió el sol despertó, medio muerto. Al hacerse de día, Juana volvió a casa del sastre y, al verlo, lo llevó al hospital.
-Nos conocimos de niños -le dijo-. Tu madre me dio muchas veces de comer y de beber, y nunca se lo agradeceré bastante. Tú recobrarás la salud, volverás a ser un hombre y a vivir.
Y Dios dispuso que siguiera viviendo, pero la salud y las facultades se habían perdido para siempre.
Volvieron las golondrinas y se marcharon de nuevo una y otra vez. Rasmus envejeció antes de tiempo. Vivía solo en su casa, que iba decayendo visiblemente. Era pobre, más aún que Juana.
-No tienes fe -le decía ella.
-¡Bah! ¡Qué más da! -replicó él.
-Si dices lo que piensas, déjalo. Eras un muchacho bueno y piadoso. ¿Quieres que te cante una canción de infancia?
-¡Qué más da! -replicó él.
-A mí siempre me consuela -dijo ella.
-Juana, eres una santa.
Y la miró con ojos cansados y apagados.
Juana cantó la canción, pero no leyéndola de un libro, pues no tenía ninguno, sino de memoria.
-¡Qué palabras más hermosas! -dijo él-. Pero no he podido seguirlas bien.
Rasmus era ya viejo, y Elsa no era joven tampoco. Era ya abuela. La chiquilla jugaba con los otros niños del pueblo, y Rasmus se acercaba al grupo. La nietecita de Elsa gritaba, señalándolo:
-¡Pobre Rasmus!
Y las demás niñas hacían lo mismo.
-¡Pobre Rasmus! -repetían.
Una magnífica mañana de Pentecostés Rasmus murió. Han transcurrido muchos años desde entonces. La casa del sastre sigue en pie, pero nadie la habita. El viento silba aún en el viejo árbol; se diría que se oye una canción; si no la comprendes, ve a preguntárselo a la vieja Juana, la del asilo.
En el asilo vive, y canta su canción piadosa, aquella misma que cantó a Rasmus. Ella piensa en él y reza por él a Dios. Podría contar muchas cosas del tiempo pasado, recuerdos que murmuran en el viejo árbol.