En el jardín florecían todos los manzanos. Todos los patitos estaban en la era, y el gato con ellos, relamiéndose el resplandor del sol, relamiéndoselo de su propia pata. El trigo lucía en la era con un verde precioso. Todo era trinar y piar de mil pajarillos, como si se celebrase una gran fiesta. T de verdad lo era, pues había llegado el domingo. Tocaban las campanas, y las gentes se encaminaban a la iglesia llenas de alegría.
En el interior de la iglesia, el pastor hablaba. Sin embargo, con voz muy recia y airada, se lamentaba de que todos los hombres fueran unos descreídos y los amenazaba con el
castigo divino. Daba miedo oírlo, de tan convencido que lo decía. Describía a los feligreses el infierno como una cueva apestosa, donde confluye toda la inmundicia del mundo. Era horrible oír lo que contaba, pero el párroco lo decía con toda su alma, y todos los presentes se sentían sobrecogidos de espanto.
Y, sin embargo, allá fuera los pajarillos cantaban tan alegres, y el sol enviaba su calor, y
cada florecilla parecía decir:
Dios es infinitamente bueno para todos nosotros. Sí, allá fuera las cosas eran muy distintas de como las pintaba el párroco.
Al anochecer, a la hora de acostarse, el pastor observó que su esposa permanecía callada y pensativa.
-¿Qué te pasa? -le preguntó.
-Me pasa -respondió ella-, que no puedo concretar mis pensamientos, que no comprendo bien lo que dijiste, que haya tantas personas impías y que han de ser condenadas al fuego
eterno. ¡Eterno! ¡Ay, qué largo es esto! Yo no soy sino una pobre pecadora, y, sin embargo, no tendría valor para condenar al fuego eterno ni siquiera al más perverso de los
pecadores. ¡Cómo podría, pues, hacerlo Dios Nuestro Señor, que es infinitamente bueno y sabe que el mal viene de fuera y de dentro! No, no puedo creerlo, por más que tú lo digas.
Llegó el otoño, y las hojas caían de los árboles. El severo párroco estaba sentado a la cabecera de una moribunda: su propia esposa.
-Si alguien merece descanso en la tumba y gracia ante Dios, ésa eres tú -dijo el pastor. Le cruzó las manos sobre el pecho y rezó una oración.
La mujer fue conducida a su sepultura. Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas del pastor. En la casa parroquial reinaban el silencio y la soledad. El sol del hogar se había
apagado; ella se había ido.
Era de noche. Un viento frío azotó la cabeza del clérigo. Abrió los ojos y le pareció como si la luna brillara en el cuarto, y, sin embargo, no era así. Pero junto a su cama estaba de pie una figura humana. Era el espíritu de su esposa difunta, que lo miraba con expresión afligida, como si quisiera decirle algo.
El párroco se incorporó en el lecho y extendió hacia ella los brazos:
-¿Tampoco tú gozas del eterno descanso? ¿Es posible que sufras, tú, la mejor y la más piadosa?
La mujer bajó la cabeza en signo afirmativo y se puso la mano en el pecho.
-¿Podría yo procurarte el reposo en la sepultura?
-Si -llegó a sus oídos.
-¿De qué manera?
-Dame un cabello, un solo cabello de la cabeza de un pecador cuyo fuego jamás haya de extinguirse, de un pecador a quien Dios haya de condenar a las penas eternas del infierno.
-¡Oh, será fácil salvarte, mujer pura y piadosa! -exclamó él.
-¡Sígueme, pues! -contestó la mujer-. Así nos ha sido concedido. Volarás a mi lado allá donde quiera llevarte tu pensamiento. Invisibles a los hombres, penetraremos en sus rincones más secretos, pero deberás señalarme con mano segura al condenado a las penas
eternas, y tendrás que haberlo encontrado antes de que cante el gallo.
En un instante estuvieron en la gran ciudad, y en las paredes de las casas vieron escritas en
letras de fuego los nombres de los pecados mortales: orgullo, avaricia, embriaguez, lujuria.
-Sí, ahí dentro, como ya pensaba y sabía -dijo el párroco- moran los destinados al fuego eterno-. Y se encontraron frente a un portal magníficamente iluminado. De los bulliciosos salones llegaban los sones de música de baile.
-¡Nuestro baile compite con los del Palacio Real! -dijo el portero, dirigiéndose a la muchedumbre de la calle. En su rostro y en su porte entero se reflejaba un solo pensamiento:
¡Pobre gentuza que mira desde fuera, para mí todos son canallas despreciables!-¡Orgullo! -dijo la mujer. ¿Lo ves?
-¿Ese?-contestó el párroco-. Pero ése no es más que un loco, un necio. ¿Cómo ha de ser condenado a las penas eternas?
-¡No más que un loco! -resonó por toda la casa del orgullo. Todos en ella lo eran.
Entraron al interior de las cuatro paredes desnudas del avariento. Escuálido, tiritando de frío, hambriento y sediento, el viejo se aferraba al dinero con toda su alma. Sacó monedas de
oro metidas en un viejo calcetín.
-¡Está enfermo! -dijo el pastor-. Es puro desvarío, una triste demencia envuelta en angustia y pesadillas.
Se alejaron rápidamente, y muy pronto se encontraron la cárcel, donde dormían los reclusos. Uno de ellos despertó, y lanzó un grito horrible, dando con el codo huesudo en
el costado del compañero. Este se volvió y exclamó:
-¡Cállate la boca, so bruto, y duerme! ¡Todas las noches haces lo mismo!
-
¡Todas las noches! -repitió el otro- ¡Sí, todas las noches se presenta y lanza alaridos y me atormenta! En un momento de ira hice tal y cual cosa; nací con malos instintos, y ellos me han llevado aquí por segunda vez; pero obré mal y sufro mi merecido. Una sola cosa no he confesado. Cuando salí de aquí la última vez, al pasar por delante de la finca de mi antiguo amo, le prendí fuego en el tejado de paja y las llamas lo devoraron todo. Me pasó el arrebato, como suele ocurrirme, y ayudé a salvar el ganado y los enseres.
-¡Este se ha vuelto loco otra vez! -gritaron los demás presos. Y se lanzaron contra él y le pegaron
-¡Van a matarlo, infeliz! -gritó el pastor, y al extender su mano protectora hacia aquel pecador que tanto sufría, cambió bruscamente la escena.
Volaron a través de ricos salones y de modestos cuartos; la lujuria, la envidia y todos los demás pecados capitales desfilaron ante ellos. Y un ángel del divino tribunal daba lectura a sus culpas y a su defensa. Aunque esto contaba poco ante Dios, que lee en los corazones, lo sabe todo. Él, que es la misma gracia y el amor mismo. La mano del pastor temblaba, no se atrevía a alargarla para arrancar un cabello de la cabeza de un pecador. Y las lágrimas manaban de sus ojos.
En esto cantó el gallo.
-¡Dios misericordioso! ¡Concédele paz en la tumba, la paz que yo no pude darle!
-¡Gozo de ella, ya! -exclamó su esposa-. Lo que me ha hecho venir a ti han sido tus palabras duras, tu sombría fe en Dios y en sus criaturas. ¡Aprende a conocer a los hombres! Aun en los malos palpita una parte de Dios, una parte que apagará y vencerá las llamas de infierno.
El pastor sintió un beso en sus labios, luz a su alrededor. Su esposa, dulce y amorosa, acababa de despertarlo de un sueño que Dios le había enviado.