En el corazón de una selva densa y misteriosa, se alzaba un árbol majestuoso cuyo tronco brillaba con destellos dorados. Era conocido como el Árbol de la Unión, famoso por una razón: una vez cada cien años, daba una fruta especial que concedía un deseo.
Los animales de la selva habían escuchado las historias de sus ancestros sobre esa fruta mágica, y muchos soñaban con tenerla en sus manos.
Un día, el León Reinón con su melena radiante y su paso firme, se acercó al árbol. Miró hacia arriba y vio la fruta brillando como un faro. Con un gran rugid, intentó trepar. Pero a pesar de su fuerza, sus pesadas patas no eran aptas para escalar. Además, sentía un nudo en el estómago al ver lo alto estaba. Tras varios intentos, se retiró, con sus orejas bajas y la cola entre las patas.
La Jirafa Altanilla, con su largo cuello y ojos curiosos, también probó suerte. Estiró su cuello tanto como pudo, pero aún le faltaba un poco para alcanzar la fruta. Sus patas flaquearon y, con un suspiro de decepción, se dio por vencida.
El Tucán Picotano, con su pico colorido y sus alas ágiles, se elevó con confianza. Sin embargo, aunque podía volar hasta la fruta, no tenía la fuerza necesaria para arrancarla. Frustrado, regresó al suelo.
Por último, lo intentó la Serpiente Siseatriz. Con su cuerpo esbelto, se deslizó hacia el árbol y se enrolló alrededor del tronco. Pero cuando intentó alcanzar la fruta, esta estaba demasiado lejos de la rama que la sostenía.
Frustrados y desanimados, los animales se sentaron juntos a la sombra del árbol. Estaban a punto de rendirse cuando la Serpiente Siseatriz tuvo una idea.
— ¿Y si unimos nuestras habilidades? —propuso.
— ¡Es una idea brillante! —exclamó el Tucán Picotano.
El León Reinón se puso en posición, permitiendo que la Jirafa Altanilla apoyara sus patas delanteras en su espalda. La Serpiente Siseatriz se enrolló alrededor del cuello de Gina, extendiendo su cuerpo hacia la rama. El Tucán Picotano, con un aleteo decidido, se posó en la cabeza de la Serpiente Siseatriz y, usando su pico, finalmente arrancó la fruta.
J
untos, como un equipo, habían logrado lo que ninguno pudo hacer solo. Era la primera vez que alguien lo conseguía.
—Ahora sabemos por qué este árbol se llama el Árbol de la Unión —dijo el León Reinón.
Con la fruta en sus manos, los animales se miraron. Sabían que solo podía conceder un deseo, pero en lugar de discutir sobre quién lo haría, la Jirafa Altanilla propuso:
—¿Qué es parece este deseo? Que este árbol dé varias frutas todos los años para que todos en la selva puedan disfrutarla.
Todos estuvieron de acuerdo.
Y así, el Árbol de la Unión, tocado por la generosidad y unidad de los animales, comenzó a florecer todos los años, recordándoles a todos en la selva el poder de la colaboración y el valor de compartir.