Megan miraba la calle desde la ventana. Era un caluroso día de verano. Mirar por la ventana era uno de los entretenimientos favoritos de Megan. Ella observaba y, de vez en cuando, descubría cosas curiosas.
Pero aquella tarde apenas había nadie en el vecindario, por lo que la vista era terriblemente aburrida. Casi todos los vecinos de Megan estaban de vacaciones. Sus propios hermanos estaban de campamento, como la mayoría de los vecinos de su edad que no se habían ido fuera con sus padres.
Pero, de repente, Megan vio algo a lo lejos que llamó su atención. Una pareja de ancianos paseaba por la calle a un paso bastante ágil.
-Que sean mayores no quiere decir que no puedan andar rápido -pensó Megan.
La niña volvió a mirarlos desde la ventana. Algo no cuadraba.
-¿Quién pasea en su sano juicio con manga larga y chaqueta a las cuatro de la tarde en verano? Es más, ¿quién pasea a pleno sol en verano?
En ese momento, las pareja de anciano pasó delante de la ventana de Megan.
-Ni yo aguantaría caminando a ese paso con este calor, menos aún con tanta ropa.
La tarde pasó sin pena ni gloria. Y llegó un nuevo día. Cuando Megan volvió a sentarse junto a la ventana por la tarde, a la hora de todos los días, volvió a ver a la pareja de ancianos caminando deprisa.
-Pero, ¿otra vez esta pareja? -pensó Megan-. ¡Si hoy hace más calor que ayer!
La niña siguió observándolos y, cuando pasaron delante de su puerta, se dio cuenta de algo.
-Puedo creer que estos anciano caminen a la velocidad del rayo, que sean capaces de aguantar el sol y el calor, incluso en manga larga… Pero lo que no me creo es que lleven puesta la misma ropa de ayer. ¡Han tenido que llegar a casa empapados en sudor! Y, si por si esto fuera poco, parece que han adelgazado al menos veinte kilos cada uno. Aquí hay muchas cosas que no cuadran.
Megan decidió salir a la calle y seguirlos disimuladamente. Cogió el móvil que le acababan de regalar por su cumpleaños, su mochila de emergencias y fue tras ellos.
Los ancianos pasearon por todo el vecindario hasta una de las últimas casas, una en la que no había nadie. Megan lo sabía porque allí vivía su amiga Patry, que estaba en la playa con sus padres desde hacía una semana.
Los ancianos llamaron al timbre. Nadie abrió. Entonces, el hombre sacó algo de su bolsillo y abrió la puerta. Megan no salía de su asombro. Un rato después, los ancianos salieron de la casa. Lo curioso es que salieron mucho más gordos.
Megan los siguió, esta vez escondiéndose bien. Los ancianos fueron caminando hasta una autocaravana. Justo antes de subirse, Megan vio como la anciana se quitaba algo y que el anciano también se desprendía de alguna cosa.
-¡Se han quitado la ropa! -exclamó Megan en voz baja-. ¡Vaya! ¡Mira lo que hay debajo!
Megan llamó al número de emergencias de la policía. La niña acababa de descubrir a dos ladrones que llevaban meses asaltando silenciosamente casas por todo el país disfrazados de ancianitos.
-Vaya, Megan, parece que por fin una de tus largas tardes de aburrimiento mirando por la ventana han dado su fruto -dijo su mamá cuando volvió a casa.
-Ja ja -dijo Megan sin ningún entusiasmo-. Os hubiera llamado, pero me quedé sin saldo en la tarjeta de prepago y el móvil solo me dejaba hacer llamadas de emergencias. Tal vez sería bueno que…
-Para el carro, pequeña -dijo su padre-. Tal vez lo que deberías hacer es ser más previsora.
-Oído, papi -dijo Megan-. Tenía que intentarlo.