Había una vez un pueblo que tenía dos colegios. Pero uno de ellos estaba cerrado. Se decía que en él vivían unos fantasmas que, por la noche, se dedicaban a hacer todo tipo de maldades y travesuras. La gente decía que se veían luces de colores y que se oían todo tipo de ruidos raros. Pero no se veía entrar o salir a nadie de allí.
El otro colegio era un colegio normal, que estaba justo al lado del otro. En cuanto acababan las clases, los niños se iban corriendo de allí, no fuese que se les hiciera de noche o que los fantasmas del colegio encantado se levantaran antes de tiempo.
Un día, un grupo de niños decidió que ya estaba bien de historias de fantasmas. Ana, Lucía, Jorge y Pablo, que así se llamaban, decidieron investigar aquello.
Los Cuatro Aventureros, como llamaron a sí mismos, quedaron el viernes a la salida de clase. Iban preparados para pasar la noche escondidos. En su mochilas llevaban ropa de camuflaje, linternas, comida, agua, prismáticos, una cámara de vídeo y teléfonos móviles. Pablo llevaba además un bate de béisbol.
- ¿Para qué quieres un bate de béisbol? -le preguntó Jorge-. Los fantasmas son de aire.
- Bueno… eso ya lo veremos -dijo Pablo.
Los niños se distribuyeron alrededor del colegio encantado, y se escondieron para observar si realmente no entraba nadie allí. Quedaron en estar comunicados a través de sus móviles.
El tiempo pasaba, y allí no entraba nadie. Sin embargo, sí que empezaron a ver luces y a oír ruidos. Pero aquello de fantasmagórico no tenía nada. Lo que se oía era música de baile, risas y carcajadas.
Los niños se reunieron.
- Volvamos a casa -dijo Ana-. Tenemos que contarle esto a nuestros padres.
- ¡Pero nos va a caer una buena! -dijo Lucía-. Les hemos dichos que estamos durmiendo unos en casa de otros.
- Da igual, asumiremos el castigo -dijo Pablo.
- Es cierto -dijo Jorge-. Tenemos que contárselo.
Los chicos fueron todos juntos a casa de Ana, que era la que vivía más cerca, pero allí no había nadie. Luego fueron a casa de Lucía, donde estaba solo su hermana pero estaba dormida como un tronco. Y al llegar a casa de Jorge y Pablo de nuevo se encontraron con que allí no había nadie.
- Qué cosa más extraña -dijo Pablo.
- Aquí hay gato encerrado -dijo Jorge.
Los Cuatro Aventureros decidieron volver al colegio encantado a ver qué descubrían. Se quedaron dormidos pero cuando se hizo de día y se acabaron las luces y los ruidos, de allí no salió nadie más que ellos.
Cuando llegaron a sus casas, sus padres estaban durmiendo. A ninguno les pareció extraño, ya que era habitual que lo hicieran puesto que era sábado y muy temprano.
Entonces, a Ana se le ocurrió una idea, y acordó con el resto del grupo repetir la experiencia el viernes siguiente.
Cuando llegó el día, Ana les dijo:
- Esta noche entraremos en el colegio encantado todos juntos, sin repartirnos. He traído más bates de béisbol, por si acaso.
Cuando empezaron los ruidos, los Cuatro Aventureros entraron en el colegio encantado. Pero lo que encontraron allí no eran fantasmas, sino a todos los padres y abuelos del pueblo montando una gran fiesta.
De modo que los niños decidieron salir de allí sin que les vieran.
- Hemos resuelto el misterio -dijo Pablo.
- Y será mejor que no digamos nada, no les vayamos a aguar la fiesta -dijo Lucía, riéndose a carcajadas.
- Lo que todavía no sabemos es cómo han entrado ahí -dijo Ana.
- Tendremos que quedar el próximo viernes para averiguarlo -dijo Jorge.
Y todos volvieron a sus casas, felices por haber descubierto el misterio y satisfechos de ver cómo sus padres se divertían y disfrutaban como niños.