
En la pequeña y curiosa ciudad de Tictania, el tiempo siempre habÃa sido motivo de orgullo. Todos los habitantes presumÃan de sus relojes: enormes en las plazas, pequeñitos en las muñecas, y algunos con melodÃas que bailaban con cada hora. Pero una mañana, algo extraño ocurrió.
—¡Mi despertador se atrasó una hora! —gritó el panadero, señalando su reloj de pared.
—El mÃo también… —susurró la florista, mirando el suyo con desconfianza.
En cuestión de minutos, toda Tictania se dio cuenta de que ningún reloj estaba en la hora correcta. No era un atraso cualquiera; todos marcaban exactamente una hora menos.
En una callejuela cercana, Ana, una niña detective, se ajustó su gorra y miró a su compañero, un gato gris llamado Tiempo. Con su oreja torcida y una nariz que parecÃa oler los misterios, Tiempo maulló como si ya entendiera el problema.
—Tiempo, este caso es perfecto para nosotros. ¡Vamos!
Ana cargó su lupa y su cuaderno de notas, y ambos se dirigieron a la plaza principal, donde el enorme reloj del ayuntamiento también estaba atrasado. AllÃ, encontraron al Señor Horacio, el viejo relojero de la ciudad, revisando su maletÃn lleno de herramientas.
—¡Señor Horacio! ¿Tiene idea de lo que está pasando? —preguntó Ana.
El relojero levantó la mirada, algo nervioso.
—No es posible… no deberÃa haber ocurrido.
Ana entrecerró los ojos. —¿Qué no deberÃa haber ocurrido?
El Señor Horacio negó con la cabeza y se alejó, murmurando algo sobre "una vieja máquina" y "demasiado poder". Ana y Tiempo lo siguieron a su taller, un lugar lleno de engranajes dorados, péndulos brillantes y relojes que parecÃan susurrar entre ellos. AllÃ, Tiempo empezó a rascar la puerta de un armario cerrado con llave.
—¿Qué escondes aquÃ? —Ana abrió la puerta y encontró un mapa antiguo, dibujado con lÃneas complicadas y un sÃmbolo en el centro: una torre con un reloj gigante.
De repente, las campanas de la plaza sonaron, pero el sonido no era el habitual. Era un tono grave, como un lamento.
—Esto no es normal. Tiempo, vamos a la torre.
Guiados por el mapa, llegaron a una torre oculta detrás del bosque. La puerta estaba cubierta de enredaderas y, al abrirla, encontraron un mecanismo gigante con engranajes que giraban en cámara lenta. En el centro, una sombra danzaba como si fuera humo vivo.
—¿Quién está ahÃ? —preguntó Ana con valentÃa.
La sombra se detuvo. Una voz susurrante respondió: —Soy La Niebla, guardiana de este reloj. Alguien activó el mecanismo para detener el tiempo, y Tictania jamás recuperará su ritmo.
Tiempo bufó y dio un salto hacia los engranajes, tirando de una palanca oxidada. Ana corrió a ayudarlo.
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€”¡No puedes detenernos! —gritó mientras desactivaba el mecanismo.
La Niebla intentó envolverlos, pero al final se disipó, dejando ver algo sorprendente: un viejo retrato del Señor Horacio. Ana lo entendió todo.
—Él intentó detener el tiempo para mantener algo que perdió…
Cuando los engranajes volvieron a girar a su ritmo normal, el reloj de la torre dio la hora correcta. Los relojes de toda Tictania también se corrigieron.
De vuelta en el taller, el Señor Horacio confesó. —No querÃa que el tiempo pasara… me recordaba cosas tristes. Pero vosotros me habéis demostrado que no puedo detenerlo, y está bien asÃ.
Ana sonrió y acarició a Tiempo.
—El tiempo siempre avanza, pero nos deja cosas bonitas para recordar.
Desde aquel dÃa, los relojes de Tictania nunca volvieron a atrasarse. Y Ana y Tiempo siguieron resolviendo misterios, siempre un paso adelante, como el tiempo mismo.