Érase una vez un gran reino lleno de muchos lujos y riquezas. Todos sus habitantes gozaban de unos lindos paisajes y una bondadosa reina. La reina estaba siempre atenta a todo lo que ocurría para mantener la paz y la prosperidad en el reino. No había en todo el mundo mejor gobernante. Incluso los vecinos de reinos vecinos hablaban maravillas de ella.
Todo era felicidad y dicha hasta que los guardias del reino recibieron una noticia devastadora. ¡Habían robado las joyas de la reina!
Los guardias no dudaron en investigar el asunto. Tras realizar muchas pesquisas llegaron a la conclusión de que el único que pudo haber hecho eso era el mayordomo de la reina.
—¿Por qué creéis que ha sido el mayordomo? —preguntó la reina—. Él ha sido siempre leal. Lo conozco desde niña.
—Solo él tenía acceso a todas las habitaciones —respondió el jefe de la guardia.
Para aclarar el asunto, la reina llamó al mayordomo. Este, al conocer las acusaciones, no dudó en defender su honestidad y lanzó todo tipo de acusaciones contra todos, jurando su lealtad hacia la reina.
— ¡Es mentira! —exclamó el mayordomo—. Jamás traicionaría de esa forma ni a la reina ni al reino. ¡Registradme! ¡Mirad en mi habitación o en cualquier parte que dependa de mí! ¡No encontraréis nada!
—¡Sabemos que no eres tonto! —dijo el jefe de la guardia—. ¿Qué ladrón ocultaría el botín en el primer lugar donde sabía que se buscaría? ¿O crees que no hemos buscado allí? Irás al calabozo mientras lo aclaramos.
El mayordomo aceptó la prisión preventiva, entre otras cosas, porque tenía miedo de que los habitantes del reino la tomaran con él, creyéndole culpable.
Para garantizar la neutralidad de la investigación, los guardias fueron a buscar a uno de los guardias de un reino vecino, famoso por ser capaz de aclarar cualquier misterio y encontrar a los culpables de cualquier delito.
En cuanto este llegó al castillo se puso manos a la obra. Buscó en el salón, en las habitaciones, en el jardín, pero no encontró una pista contundente. Hasta que llegó a la cocina, donde se encontró un rastro de migajas de queso.
—¿Cuánto tiempo lleva esto aquí? —preguntó el guardia investigador.
—Desde ayer —contestó la cocinera—. No hemos tocado nada porque no nos han dejado los guardias.
A pesar de que no parecía nada importante, el guardia investigador siguió las migajas, a ver a dónde le llevaban. El rastro conducía hacia una gran grieta que estaba en la cocina. Abrió aún más la grieta para ver su interior.
Y allí, entre un montón de queso, estaban las joyas de la reina. Y, junto a ellas, el ladrón.
Con cuidado, cogió las joyas y al pequeño roedor y fue a buscar a la reina.
—¡Aquí están las joyas y el ladrón! —dijo el guardia investigador, mostrando lo que había encontrado.
Todo el mundo celebró el hallazgo. El mayordomo fue liberado y, tras pedirle disculpas por el error, retomó su puesto.
Pero, ¿cómo había sido capaz el roedor de llevar las joyas hasta aquel agujero? ¿Por qué lo había hecho?
Con las joyas recuperadas nadie se hizo esa pregunta. Ahora el verdadero ladrón sabía que tenía que idear otra treta para hacerse con las joyas. Y, a ser posible, sin que le volvieran a acusar.