A Daniel le encantan las nueces. En su casa siempre hay una cesta llena de nueces. Cuando quiere una, Daniel se lo dice a su mamá. Ella le abre un par de nueces para el niño, que se las come encantando.
Daniel vive al lado de un hermoso parque. Es tan grande que Daniel piensa que es un bosque. Daniel dice que incluso ha visto algún que otro oso. Eso no es verdad, pero la imaginación de Daniel no tiene límites.
Un día como otro cualquiera Daniel fue a pedirle a su mamá que le abriera una o dos nueces. Pero, para su sorpresa, no había ninguna.
Daniel empezó a llorar. Su madre no entendía qué había pasado, pues había comprado nueces el día antes. Daniel y su mamá fueron a comprar más y las dejaron en la cesta de siempre.
Pero al día siguiente las nueces ya no estaban. Daniel empezó a llorar de nuevo. Su mamá le llevó a comprar más.
-Las dejaremos en la cesta y nos quedaremos escondidos para ver quién nos roba las nueces -dijo mamá.
-Pero pon solo unas pocas, por si acaso nos despistamos -dijo Daniel.
Daniel y su mamá esperaron escondidos un buen rato. Tanto esperaron que se quedaron dormidos. Y cuando despertaron ya no había nueces.
-Pon más, pon más -dijo Daniel.
Ella puso más nueces en la cesta.
-Ahora nos escondemos otra vez -dijo Daniel.
P
ero esta vez no se quedaron dormidos. Y pillaron al ladrón. Mejor dicho, ladrones. Eran un par de ardillas que se colaban por la ventana abierta y se llevaban las nueces.
A Daniel le hizo mucha gracia ver a las ardillas.
-Pero no podemos permitir que entren todo los días, Daniel -dijo su mamá.
-Entonces les dejaremos las nueces en la ventana -dijo Daniel.
Y eso hicieron. Ahora Daniel ve a las ardillas casi todos los días, que le hacen una visita en su ventana para coger las nueces que él comparte con mucho agrado.
