Sebastián iba casi todos los días a la biblioteca. Todas las tardes, Sebastián pasaba un rato allí, hojeando libros, pero sin mostrar ningún interés en ninguno. No le quedaba más remedio que quedarse en la biblioteca mientras esperaba a que su madre le fuera a buscar después de salir de una de sus clases, justo al lado del edificio.
Un día Sebastián descubrió un libro apartado en lo alto de una de las estanterías más recónditas de la biblioteca. Apenas se veía bajo la gruesa capa de polvo que lo cubría. A duras penas podía intuirse que el libro era de color azulón con algunos detalles posiblemente en color dorado o plateado.
Picado por la curiosidad, Sebastián se acercó a la bibliotecaria.
-Perdone, ¿puedo coger ese libro?
-¿Qué libro?
-Aquel de ahí arriba, el que está apartado de los demás.
La bibliotecaria miró hacia donde le indicaba el niño. Intentando disimular un gesto de susto y sorpresa, le dijo:
-Jovencito, ahí arriba no hay más que unos papeles viejos y sucios que alguien debe haber olvidado retirar.
Pero Sebastián estaba convencido de que se trataba de un libro y, por la cara que había puesto, debía ser algo importante.
-Disculpe, señorita, hasta donde he alcanzado a ver se trata de un libro.
La bibliotecaria no sabía qué hacer. Era evidente que el niño estaba aún más interesado en el volumen que descansaba en lo alto de la vieja estantería.
-Solo puedes coger los libros que están etiquetados y colocados en las baldas de las estanterías. Sea lo que sea eso no está disponible para préstamo ni para consulta.
A Sebastián no le gustó la respuesta, así que decidió buscar la forma de subir a coger el libro polvoriento. En ello estaba cuando oyó una voz que le llamaba:
-Pst, pst. ¡Eh, tú, jovencito!
-¿Quién anda ahí?
La voz salía de detrás de una de las estanterías cercanas.
-Deja ese libro. Está embrujado.
-No digas bobadas. Además, ¿quién eres tú? Sal para que te vea.
No hubo respuesta. Sebastián intentó localizar a la persona misteriosa, pero no encontró a nadie por allí. Quien fuera ya se había ido.
Esto solo hizo que la curiosidad de Sebastián aumentara más todavía. Fuera lo que fuera ese libro, tenía que verlo. Pero subiéndose encima de la mesa que había acercado a la estantería no alcanzaba.
-Necesito algo para empujar el libro y que caiga al otro lado -pensó Sebastián-. ¡Ah! Y algo que amortigüe la caída para que el libro no se rompa.
S
ebastián colocó su abrigo al otro lado de la estantería, donde tenía que caer el libro, y sacó la flauta de su mochila, se subió a la mesa y empujó el libro.
-¿Te ayudo en algo?
¡Era la bibliotecaria! ¡Le había pillado in fraganti!
-Ehm… esto…. yo… bueno…. es que….
A Sebastián no le salían las palabras.
-Será mejor que bajes de ahí, jovencito.
Sebastián se bajó, colocó la mesa y la bibliotecaria se fue. No había oído el ruido del libro al caer.
En cuanto desapareció, Sebastián fue a buscar el libro. Le quitó el polvo para leer el título.
-El misterio del niño curioso al que no le gustaba leer -leyó Sebastián.
Un poco más allá, en la puerta, una mujer hablaba con la bibliotecaria:
-¿Ha funcionado?
-Parece que por fin su hijo ha encontrado un libro que le interesa leer.
-¡Buen trabajo!