Había una vez un zoo en el que vivía una manada de tigres. Los tigres se pasaban todo el día rugiendo y asustando a los visitantes. Eran tan fieros que nadie se acercaba ni siquiera a la barrera de seguridad que separaba la jaula de los visitantes. Ni lo cuidadores ni los veterinarios ni ninguna de las personas que trabajaban en el zoo se atrevía a acercarse.
Una vez uno de los tigres estuvo a punto de comerse a un veterinario que le iba poner una vacuna, y eso que le habían disparado un dardo sedante tan fuerte como para dejar inconsciente a un elefante durante semanas.
Sin embargo, entre todos estos tigres, había uno que era muy manso. Los demás tigres se reían de él y lo llamaban el Tigre Amable. Toda la gente del zoo sabía que era un buen tigre. Era tan dócil que ni siquiera era necesario dispararle un dardo sedante para vacunarlo. Cuando les lanzaban la comida, el Tigre Amable siempre respondía con un ronroneo a sus cuidadores, que le reservaban la mejor pieza para él, y se la daban cuando las demás bestias se lanzaban a devorar su comida.
Un día hubo un terremoto. No fue muy fuerte, pero sí lo suficiente como para que rompiera la jaula de los tigres. Aprovechando la ocasión, los tigres se escaparon. El Tigre Amable intentó convencerles para que se quedaran.
- Si os escapáis los cazadores os dispararán -dijo el Tigre Amable a sus compañeros-. Ni siquiera se molestarán en probar con dardos sedantes, porque ya saben que no funcionan con vosotros.
- Déjanos en paz- dijo uno de los trigres-. Hace tiempo que les tenemos ganas a unos cuantos animlaes que hay por aquí. ¡Vamos a ponernos morados a cebras y a monos!
Justo acabada decir esto cuando se escucharon disparos de escopeta. Pero los tigres, en vez de asustarse, se enfurecieron aún más.
- ¿A quién le apetece un aperitivo de cazador? -preguntó uno de los tigres.
De repente, un rugido muy fuerte se oyó en todo el zoo. Y se hizo el silencio. Las escopetas dejaron de disparar. Por primera vez, los tigres se asustaron. Jamás había escuchado tanto silencio.
De pronto, se escuchó un sonido atronador que venía del cielo y una gran red cayó sobre todos los tigres. Desde el cielo empezaron a llover dardos tranquilizantes y no cesaron de caer hasta que todos los tigres quedaron totalmente dormidos.
- Es peligroso acercarse -dijo el jefe del zoo.
- Pero tenemos que meterlos en jaulas -dijo uno de los veterinarios más jóvenes, mientras se acercaba a los tigres, seguro de que estaban dormidos.
- ¡Cuidado, no te acerques!
En ese momento, uno de los tigres intentó darle un zarpazo al veterinario. Y lo hubiera conseguido si el Tigre Amable no lo hubiera impedido apartando el zarpazo con su garra.
Gracias a una grúa y a unos cuantos dardos más, la gente del zoo consiguió meter a los tigres en jaulas individuales mientras arreglaban la gran jaula. Al Tigre Amable también le metieron en una, pero le dieron la más grande y la más cómoda.
Todos los días el joven veterinario le iba a ver para darle las gracias por haberlo salvado. Le llevaba la mejor carne del zoo y le acariciaba su suave piel rayada.
Los demás tigres, viendo a su compañero disfrutar con la comida y ronronear con las caricias, comprendieron que, tal vez, si fueran más amables, conseguirían que los demás se portaran bien con ellos.