Había una vez, en Asís, Italia, un muchacho llamado Francisco, hijo de un importante mercader de telas. Francisco atendía con frecuencia el negocio del padre, mientras este estaba de viaje a Francia a las ferias locales, buscando mercancías para vender.
Mientras atendía la tienda de telas, Francisco solía quedarse enfrascado en diversas reflexiones. Uno de estos días, mientras Francisco reflexionaba sobre cuestiones relativas al comercio, entró en la tienda un mendigo.
-Una limosna, por el amor de Dios -dijo el mendigo-. Por el amor de Dios, una limosna para este pobre hombre que no tiene qué comer.
Francisco, molesto por la interrupción - a nadie le gusta que un pobre hombre le interrumpa en medio de sus sueños de riqueza y prosperidad - expulsó al mendigo.
-Fuera de aquí, andrajoso -le dijo-, no manches con tus sucias manos estas hermosas mercancías.
El mendigo se fue y Francisco intentó volver a sus pensamientos. Pero una y otra vez estos se veían interrumpidos por el recuerdo de aquel pobre mendigo. Al cabo de un rato, Francisco se dijo:
-Pero, ¿qué he hecho? Si este mendigo me hubiera pedido algo en nombre de algún noble o de algunas persona importante, le hubiera dado cuanto me pedía. ¡Con mayor razón debí darle una limosna hacerlo cuando lo que pedía era en nombre del Rey de reyes y Señor de todos!
Y salió corriendo a la calle, en busca del mendigo. Cuando lo encontró, le cogió con amabilidad por el brazo y le dijo:
-Disculpad mi falta de cortesía, buen hombre. Venid conmigo y os ayudaré.
El mendigo, agradecido, siguió a Francisco, que le obsequió con una abundante y generosa limosna.
A partir de entonces, Francisco prometió que nunca más se negaría a ayudar a quien pidiera ayuda en el nombre del Señor.