Era una soleada tarde de verano cuando Camila salió corriendo al jardín, emocionada por lo que iba a descubrir. Allí, esperándola, estaba su primera bicicleta. Brillaba bajo el sol, con un bonito color rojo y una campanita que hacía un “¡ring, ring!” que la hizo sonreír.
—¡Mamá, mamá! ¡Es preciosa! —gritó emocionada.
—Es toda tuya, Camila —respondió su mamá, sonriendo—. Ahora, solo queda aprender a montarla.
Camila dio un par de saltos de alegría, pero pronto su emoción se mezcló con una pizquita de nervios. Sabía que montar en bici no era tan fácil como parecía. De repente, Tito, su hermano mayor, apareció a su lado con una gran sonrisa.
—¿Lista para caerte cien veces? —dijo Tito, con esa voz que siempre usaba cuando quería bromear.
—¡No voy a caerme cien veces! —respondió Camila, tratando de sonar segura, aunque no lo estaba tanto.
Con casco puesto y una mano firme en el manillar, Camila se subió a la bicicleta. Sus pies tocaron los pedales y, con una pequeña ayuda de mamá, empezó a moverse lentamente.
Pero antes de que pudiera dar su primera pedalada completa, la bici se tambaleó y... ¡pum!
Al suelo.
—Una de cien —dijo Tito, aguantando la risa.
Camila, en el suelo, miró a su hermano con cara de pocos amigos, pero no podía evitar sonreír un poco. Se levantó y volvió a intentarlo. Esta vez, logró avanzar un par de metros antes de que la bicicleta empezara a hacer zigzags y... ¡pum!
Otra vez al suelo.
—Dos de cien —bromeó Tito.
Camila estaba un poco frustrada, pero también empezaba a ver el lado divertido. ¡Cada caída era más graciosa que la anterior! Mamá, siempre paciente, la animaba desde el banco.
—Camila, las caídas son parte del proceso. Lo importante es que sigas intentándolo. Cada vez lo harás mejor.
Con esas palabras en mente, Camila lo intentó una vez más. Las risas de Tito la hacían querer demostrarle que podía hacerlo. Y poco a poco, después de muchos intentos y algunas caídas más, algo mágico sucedió.
¡Camila estaba pedaleando!
—¡Lo logré! ¡Lo logré! —gritó con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Vas en línea recta! ¡Por fin! —gritó Tito, haciendo una mueca divertida—. Pero... ¿puedes girar?
Camila miró a su alrededor y se dio cuenta de que, efectivamente, iba en línea recta, pero justo delante de ella había una pequeña colina.
Sin saber muy bien qué hacer, decidió seguir adelante. La bicicleta empezó a bajar por la colina a toda velocidad, y Camila sintió una mezcla de miedo y emoción.
—¡Cuidado! —gritó Tito desde atrás, corriendo tras ella.
—¡Voy volando! —gritó Camila, entre risas y un poco de pánico.
La bici cogía velocidad, y justo cuando parecía que iba a perder el control, un arbusto apareció al final del camino.
¡Paf!
Camila aterrizó de manera suave, como si el arbusto hubiese estado allí para salvarla.
Tito llegó corriendo, agitado pero riendo a carcajadas.
—Eso cuenta como una caída, pero también como un vuelo épico —dijo, tratando de contener la risa.
Camila se levantó, quitándose las hojas del cabello, y empezó a reírse con ganas. Se dio cuenta de que, aunque había caído varias veces, cada una de esas caídas la había llevado más cerca de montar en bici. Y, además, ¡se lo había pasado genial en el proceso!
—¿Sabes qué, Tito? —dijo Camila—. Me caí muchas veces, pero ahora puedo montar en bici. Y además... ¡me he divertido mucho más de lo que pensaba!
Mamá se acercó a los dos, sonriendo.
—Me alegra que lo veas así, Camila. A veces, aprender algo nuevo puede ser difícil, pero si te ríes en el camino, todo es mucho más fácil.
Y así, con el sol poniéndose y el sonido de la campanita de su bici, Camila siguió montando, ya sin miedo a caerse. Sabía que cada caída solo era una parte del viaje... y además, ¡tenía a Tito para hacerla reír en cada intento!