Cuando la princesa Blanca nació se organizó una gran fiesta en todo el reino. Los reyes llevaban años esperando tener un hijo, un heredero, pero este no llegaba. Casi habían perdido la esperanza cuando, por fin, la reina pudo darle al rey la buena nueva.
La princesa Blanca era amada por todo el pueblo. Y crecía feliz, rodeada de amor y atenciones. Pero un día, un gran incendio asoló el palacio. La princesa Blanca estaba con sus padres cuando un guardia llegó corriendo a dar el aviso.
-Coge a la niña y llévatela rápidamente al bosque -ordenó el rey.
-No, quiero ir con vosotros -dijo la princesa.
-Nosotros somos viejos y lentos, hija -dijo el rey-. Saldremos de aquí, no te preocupes. Tú debes ir delante.
La niña huyó con el guardia al bosque, donde todos se estaban reuniendo. Pero ni el rey ni la reina se encontraban entre ellos.
Cuando el fuego se apagó, todos regresaron al castillo. Pero allí no los encontraron tampoco, ni vivos ni muertos. Ante la falta de reyes, la princesa Blanca, a pesar de ser una niña, fue nombrada reina.
A pesar de sus nuevas obligaciones, la reina Blanca no olvidó a sus padres. Algo había pasado, y tenía que saber qué era. Pero pasaban los años y no averiguaba nada. Ni ellas ni las decenas de espías y soldados que había enviado por todo el reino.
Un día, un comerciante se presentó en el palacio y le contó a la reina Blanca que había oído rumores de una pareja de ancianos que estaban encerrados en unas cuevas no muy lejos de allí.
-¿Crees que pueden ser mis padres? -preguntó la reina.
-Tal vez, pero tendrás que ir tú misma a comprobarlo -dijo el comerciante-. Eres la reina. Puedes obligarles a lo que quieras. Además, ha pasado tanto tiempo y ellos están tan viejos que nadie más podría reconocerlos.
-¿Qué quieres a cambio? - preguntó la reina Blanca.
-Quiero vivir en este palacio a tu servicio -dijo el comerciante.
-Así sea -dijo la reina Blanca.
La reina Blanca se retiró ilusionada por la idea de recuperar a sus padres. Pero pronto algo en su interior hizo que se despertaran las sospechas. Algo le decía que aquel comerciante tramaba algo. Por eso decidió quedarse escondida y, en vez de ir ella a buscar sus padres, mandó a una de sus damas, una chica de su edad que se había hecho pasar por ella muchas veces.
La chica se fue y la reina, disfrazada de criada, se quedó en el palacio. Cuál fue su sorpresa al ver que el comerciante era en realidad un refinado y apuesto caballero. Pero lo que más sorprendió fue oírle decir a todos que era el prometido de la reina y que él gobernaría hasta el regreso de esta.
Pasaron los días, y la dama de la reina no regresaba. Poco tardó el caballero en anunciar que la reina había muerto y que él gobernaría el reino. Entonces, quitándose su disfraz, la reina Blanca salió y le dijo:
-¡Oh, rufián! ¿Qué le has hecho a mis padres? ¿Qué le has hecho a la dama que envié a por ellos en mi lugar? ¡Prended a este impostor! Pues nada he firmado con él y miente cuando afirma que estamos prometidos.
El impostor fue llevado a prisión y envió a sus más leales soldados al lugar donde semanas antes había enviado a su dama de compañía.
Al poco tiempo, los soldados regresaron con los padres de la reina Blanca y con la dama que se había hecho pasar por ella.
La reina recuperó a su familia y a su leal compañera y vivieron todos felices.