Había una vez un caballero al que llamaban Adrián el valiente, precisamente porque no había nada que no hiciera, por peligroso que fuese. Su fama era tal que lo llamaban de todas partes del mundo para que solucionara sus problemas.
Un día, Adrián el valiente recibió una carta urgente. El rey de reino más poderoso del mundo requería sus servicios. Adrián el valiente no lo dudó ni por un instante y puso rumbo a aquel lugar.
Cuando llegó, el rey lo recibió en sus aposentos, rodeado de sus consejeros.
-¡Gracias al cielo que has llegado! -dijo el consejero mayor-. Nuestro rey agoniza y no encontramos remedio alguno. En las montañas habita una hechicera que tiene cura para todos los males, pero es tan peligroso llegar hasta ella que nadie se ha atrevido a ir a verla.
-Yo mismo la visitaré y os traeré el remedio que el rey necesita -dijo Adrián el valiente.
El caballero se puso en marcha. No tardó mucho en darse cuenta de que, efectivamente, el camino hasta la morada de la hechicera era muy peligroso, pues estaba plagado de trampas.
Días después Adrián el valiente regresó al castillo en busca de algunas cosas que necesitaba para sortear los peligros del camino. Al verlo sin el remedio los consejeros se disgustaron mucho.
-Volveré como el remedio como prometí -dijo Adrián el valiente. Y volvió a marcharse.
Días después, el caballero volvió al castillo, sin el remedio y con una gran cantidad de heridas y moratones.
-Me he encontrado nuevos peligros y necesito algunas cosas para superarlos -se justificó.
Una vez más, Adrián el valiente cogió lo que necesitaba y se marchó.
El tiempo pasaba, y Adrián el valiente no conseguía llegar hasta la hechicera. Una vez tuvo que volver al castillo a por más cosas para superar las nuevas trampas.
Con paso cansado, Adrián entró en el castillo. Estaba tan sucio y herido que todos pensaron que era un soldado que volvía de alguna batalla. Nadie le reconoció.
Adrián el valiente se acercó a los aposentos del rey, a ver cómo estaba y a pedir lo que necesitaba. Pero antes de entrar oyó que los consejeros hablaban:
-Ese muchacho no lo conseguirá. Es un fraude, estoy seguro.
-Mucho me temo que nos ha engañado a todos.
Muy enojado, Adrián el valiente entró en la habitación, y dijo:
-Ya sé cuál es el remedio que necesita el rey.
-Excelente. ¿Cuál es? -preguntaron los consejeros.
-La hechicera me ha dicho que hay que hervir a fuego lento durante tres días toda la sangre de los tres consejeros más leales del rey para que este se recupere.
Los consejeros, al oír aquello, se retiraron discretamente, sin hacer ruido, dispuestos a huir, pues por nada del mundo estaban dispuestos a dar toda su sangre.
Al ver que todos se habían ido, el rey preguntó:
-¿Qué debo hacer ahora? Sin ellos moriré.
Adrián el valiente le respondió:
-No temáis, majestad, que era todo mentira. Solo me queda una trampa por salvar y volveré de nuevo con el remedio que necesitáis.
Al día siguiente, Adrián el valiente regresó con el remedio de la hechicera, que no eran más que unas hierbas que había que preparar en infusión y tomarlas durante una semana.
Cuando el rey se recuperó nombró a Adrián el valiente consejero real. De los otros consejeros nunca más se supo, porque pusieron los pies en polvorosa y no se detuvieron a preguntar, no siendo que los descubrieran y los capturaran.