Bill era un niño de familia humilde que vivía en una casa sencilla. A Bill le gustaba jugar con cajas de cartón y botellas vacías de plástico, con las que se fabricaba sus propios juguetes. Era un genio diseñando coches y artefactos voladores, e incluso había construido una pequeña ciudad espacial.
Un día, jugando con sus juguetes a Bill se le escapó un suspiro en voz alta: "Ay, ojalá tuviera pinturas para pintar de colores mi ciudad".
De repente, un soplo de viento abrió la ventana de su habitación y un pequeño tornado se coló dentro. Poco a poco el tornado se desvaneció y en su lugar apareció un brujo con gorro de pico. Antes de que Bill pudiera decir nada, el brujo habló:
- Hola, amigo. Soy Perseo, el mago de los deseos, y vengo a concederte unos cuantos.
- ¿Unos cuantos deseos? -preguntó Bill.
- Sí, eso es, unos cuantos deseos -respondió el mago Perseo.
- Pero, ¿por qué? -preguntó de nuevo Bill.
- Pues porque sí, porque soy Perseo, el mago de los deseos, y conceder a los niños buenos como tú lo que desean es mi trabajo. Así que, para para empezar, te voy a dar las pinturas que has deseado para que decores tu ciudad de cartón y plástico.
El mago Perseo sacó su varita mágica y dibujó unos círculos en el aire que se transformaron en varios botes de acuarelas y unos cuantos pinceles.
- ¡Gracias, mago Perseo! -exclamó Bill-. ¡Son maravillosos!
- Muy bien, ¿qué más quieres pequeño? -preguntó el mago.
- Por ahora no necesito nada más, muchas gracias -respondió el niño.
- De acuerdo, entonces te dejaré esta cajita mágica con varios deseos dentro para que los utilices cuando tú quieras
- ¿Cuántos deseos hay? -preguntó el niño.
- Veamos a ver…. -dijo el mago-. A Torcuato le dejé cuatro, a Pepe le dejé siete, a Pinocho le dejé ocho, a Nieves le dejé nueve, a Noé le dejé diez, a Lucía se la dejé vacía (es que era muy mala), a ti te dejaré…. ¿Cómo te llamas?
- Me llamo Bill.
- Entonces, ¡te dejaré mil!
Bill se quedó con la boca abierta cuando oyó todos los deseos que contenía su cajita. ¡Nada menos que mil! Pero antes de que pudiera darle al mago las gracias, éste desapareció dando un golpe de varita.
Así que Bill cogió con mucho cuidado la caja y la guardó en un cajón para que no se manchara mientras pintaba su ciudad de cartón.
Al día siguiente, Bill encontró a su mamá llorando en la cocina. La pobre estaba muy triste, porque apenas quedaba leche para desayunar y no tenía dinero para ir a comprar más. Bill se acercó a consolar a su madre y pensó: "Ojalá tuviéramos dinero para ir a comprar leche para todo el mes". Y en ese momento apareció un billete encima de la mesa de la cocina.
- ¡Vaya! -exclamó Bill-. Ya no me acordaba de que el mago Perseo me había dejado una caja llena de deseos.
- Pero, ¿de dónde ha salido esto? -preguntó la madre de Bill a su hijo.
Bill le contó toda la historia del mago de los deseos, aunque su madre no se la creyó. Pensó que habría sido un truco que habían ingeniado padre e hijo para darle una sorpresa. De modo que cogió el dinero y bajó a comprar leche y galletas para desayunar.
Esa misma tarde se estropeó el televisor mientras Bill veía sus dibujos animados favoritos con su madre. El pobre niño, muy apenado, dijo: "Ojalá pudiéramos tener un televisor nuevo".
En ese momento, el viejo televisor se esfumó y apareció uno enorme, de esos que tienen pantalla de plasma y se conectan a Internet.
La mamá de Bill no podía creer lo que veía, y le preguntó al niño cómo lo había hecho. Bill le volvió a contar la historia del mago Perseo.
- ¿Puedes pedir todo lo que quieras? -preguntó su madre.
- Sí, el mago Perseo me ha concedido mil deseos. Ya he utilizado dos, así que me quedan todavía muchos.
- Y... ¿podrías pedir unos zapatos nuevos para tu padre? Hace tiempo que los tiene rotos... -dijo la madre.
- ¡Claro que sí mamá! -dijo Bill. -Deseo unos zapatos nuevos para mi papá.
Pero no pasó nada. La madre de Bill se enfadó mucho con él, porque no le gustaban las mentiras. El niño se fue corriendo a su cuarto y, entre sollozos, dijo: "Ojalá hubieran aparecido los zapatos que pedí para mi papá". Y los zapatos aparecieron.
Bill comprendió que no podía pedir los deseos de cualquier forma, y fue a demostrárselo a su mamá. Cuando llegó a la cocina, donde estaba su madre haciendo la cena, Bill se fijó en que ella tenía que trabajar mucho para cocinar, y suspiró: "Ojalá mamá tuviera un robot de cocina de esos modernos con los que es tan fácil cocinar". Y el robot de cocina apareció.
- ¡¿Ya estás otra vez con tus trucos?! -gruñó la madre de Bill al niño-. Dime de una vez cómo haces esto.
- Sólo tengo que pedirlo, mamá, pero no de cualquier manera -respondió - Jo, ojalá pudiera convertir esta pobre casa en una gran mansión para que me creyeras...
Y la casita de Bill se convirtió en un palacio enorme, con escaleras de mármol, muebles de maderas nobles y enormes lámparas de cristal.
La madre de Bill se quedó mirando todo aquello, y le dijo al niño:
- Sí, muy bonito, pero a ver quién va a limpiar todo esto.
- Tranquila, "ojalá tuviéramos tres personas a nuestro servicio que se encargaran de todo"
Y al momento aparecieron un mayordomo, una cocinera y un ama de llaves.
- Un momento Bill, míralos. Van mejor vestidos que nosotros... -dijo la madre de Bill.
- Ya sé, "ojalá que mi madre tuviera hermosas ropas para vestir como una reina"- dijo Bill.
Y al momento la mamá del niño apareció vestida con un precioso traje y unas lujosas joyas.
- Ya hijo, este vestido necesita un calzado adecuado...
- No te preocupes. "Ojalá mi madre tuviera cientos de zapatos para combinarlos con toda su ropa nueva"
Y una montaña de cajas de zapatos apareció al instante.
La madre siguió pidiendo más y más y el niño formulando los deseos que ella le indicaba.
Después de varias horas, Bill le dijo a su madre:
- Por favor, mamá, deja ya de pedir. Estás rara. ¿Para qué necesitas tantas cosas? Siempre hemos vivido sin todas estas cosas y hemos sido felices.
- ¡Porque sí! -gritó ella-. Dile al servicio que mañana quiero comer marisco, y que compren el vino más caro que encuentren. Y diles también que quiero organizar una gran fiesta para que todo el mundo vea todo lo que tenemos. ¡Ah! Y también quiero unas cuantas joyas con oro y diamantes. ¡Venga! ¡Vamos! ¿A qué esperas para pedirlo?
- ¿Sabes mamá? -exclamó Bill-. Ya solo me queda un deseo. No puedo pedir todo eso.
- ¿Qué? ¿Y qué vamos a hacer ahora? -dijo la madre.
- No sé, pero no me gusta en lo que te has convertido -dijo Bill. Y, sin pensarlo, dijo: "Ojalá que todo volviera a ser como antes".
Y en un instante todo volvió a ser como antes. De todo lo que los deseos habían traído consigo solo quedaban los botes de pintura que le dejó el mago.
La madre se marchó dando un grito y Bill se fue a su habitación a pintar su ciudad de cartón. Cuando terminó, descubrió que la cajita seguía en el cajón de la mesita de noche. Y pensó: “Si las pinturas no han desaparecido, ¿estarán los mil deseos dentro de la caja todavía?”. Y suspiró: “Ojalá mamá no se acuerde de nada de lo que ha sucedido”.
Y tras pedir su deseo fue a verla. La mamá de Bill estaba en la cocina, preparando la cena como si nada hubiera pasado.
-Parece que los deseos siguen ahí, tendré que usarlos con cuidado-, pensó Bill.
Así que el pequeño guardó el secreto, y sólo utilizó los deseos cuando fue necesario. Y, aunque no volvió a pedir nada para él, fue muy feliz pidiendo deseos para que los demás estuvieran siempre contentos.