Era una soleada mañana de verano cuando Marta, con su mochila a cuestas y un sombrero de paja, bajó del tren que la llevaba a la granja de sus abuelos. Después de un abrazo fuerte y oloroso a tierra y lavanda de su abuela Ana y un apretón de manos cálido de su abuelo Luis, Marta sintió una mezcla de emoción y nerviosismo. Este verano sería diferente, sin pantallas ni videojuegos.
—Bienvenida, Marta —dijo la abuela Ana, sonriendo—. Estamos muy contentos de tenerte aquí.
—¡Sí, bienvenida! —añadió el abuelo Luis—. Tenemos muchas cosas divertidas que hacer en la granja.
La granja era un vasto lienzo de verdes prados y un cielo azul como el mar. Marta, al principio, extrañaba los ruidos de la ciudad y sus juegos electrónicos, pero la granja tenía sus propios sonidos: el canto de los pájaros, el murmullo del viento entre los árboles y el ocasional relincho de los caballos.
Abuela Ana, con sus manos siempre en la tierra, le mostró a Marta cómo sembrar semillas en el huerto.
—Las plantas son como las personas, necesitan amor y cuidado para crecer fuertes —le explicaba Ana mientras cubrían suavemente las semillas con tierra.
—¿Y cómo sabemos si crecerán? —preguntó Marta, curiosa.
—Tienes que tener paciencia y observar. Verás cómo poco a poco empiezan a brotar.
Abuelo Luis, por su parte, le enseñó a cuidar a los animales. Marta aprendió a dar de comer a las gallinas y a cepillar el pelaje del viejo burro, quien cerraba los ojos con gusto bajo el suave cepillado de Marta.
—¡Mira cómo le gusta al burro que lo cepilles! —rio el abuelo Luis—. Eres una experta ya.
Pero lo más emocionante para Marta fue hacer amigos. Antonio y Macarena, hijos de agricultores de una granja vecina, se convirtieron en sus compañeros de aventuras. Juntos exploraban los campos, jugaban en el arroyo y subían a los árboles más altos, donde el viento parecía susurrar historias antiguas.
—¡Vamos a trepar ese árbol gigante! —dijo Antonio un día, señalando un roble enorme.
—¡Sí, desde arriba se ve todo el valle! —añadió Macarena.
Un día, mientras jugaban cerca del bosque, encontraron a un pequeño zorro herido. Estaba acurrucado bajo un arbusto, con una pata visiblemente lastimada. Marta recordó las palabras de su abuela sobre cuidar a los que lo necesitan. Los niños, unidos por la preocupación, llevaron al zorro a la granja, donde abuelo Luis les ayudó a curar su pata con vendas y mucho cariño.
—Pobrecito, debe haber tenido mucho miedo —dijo Marta mientras acariciaba al zorro.
—Ahora estará bien, con nuestros cuidados —respondió abuelo Luis, sonriendo.
Marta se dio cuenta de cuánto había aprendido. No solo a cuidar plantas y animales, sino también el valor de la amistad y la importancia de ayudar a otros. Esa noche, bajo un cielo estrellado, Marta no deseaba otra cosa más que la simple magia de la vida en la granja.
—Este ha sido el mejor verano de mi vida —dijo Marta, mirando las estrellas junto a Antonio y Macarena.
—El próximo verano será aún mejor —prometió Antonio.
—Sí, tendremos más aventuras juntos —añadió Macarena, entusiasmada.
El verano pasó rápido, y cuando llegó el momento de volver a la ciudad, Marta sabía que llevaría consigo no solo recuerdos, sino lecciones valiosas que durarían toda la vida. Aprendió que, al igual que las plantas del huerto de su abuela, todo lo que se cultiva con amor y esfuerzo, florece hermoso.
Mientras el tren se alejaba de la granja, Marta miraba por la ventana, con una sonrisa, pensando en el próximo verano. Sabía que cada estación traería nuevos desafíos y aventuras, y estaba lista para enfrentarlos con todo lo que había aprendido.