Zorg vivÃa en una galaxia muy lejana. No podrÃamos decir exactamente dóndel porque se pasaba el dÃa de acá para allá. Era un ser muy curioso y siempre estaba buscando nuevas aventuras y exploraciones. Le encantaba ir por ahà descubriendo cosas nuevas y conociendo a otros seres de diferentes planetas.
En sus misiones, Zorg siempre habÃa tenido algún compañero. Sin embargo, con el paso del tiempo, los alienÃgenas exploradores que le acompañaban se habÃan ido retirando, hasta que solo habÃa quedado él.
Un dÃa, mientras viajaba el espacio en su nave, sin compañÃa y muy lejos de casa, Zorg se dio cuenta de que tenÃa miedo de quedarse solo. Comenzó a preocuparse pensando en qué pasarÃa si algún dÃa se perdÃa en medio de la nada.
Zorg decidió aterrizar su nave en el primer planeta que encontrara para pensar qué hacer con vida. Asà llegó a un extraño planeta que no conocÃa. Cuando salió de la nave, se encontró con un grupo de criaturas extrañas.
—Hola, soy Zorg, ¿quiénes sois vosotros? —preguntó Zorg.
—Hola Zorg, somos los Tungulus —respondieron las criaturas—. Hemos venido a explorar.
Zorg se acercó a ellos y comenzaron a hablar. Descubrió que eran amables y simpáticos, y que estaban muy interesados en conocerlo. Juntos, comenzaron a explorar el planeta y descubrieron cosas increÃbles.
Mientras caminaban por el planeta, encontraron un enorme acantilado que parecÃa imposible de cruzar. Zorg comenzó a ponerse nervioso.
—No sé si podré cruzar esto —dijo Zorg, mirando hacia abajo.
—¡Claro que puedes, Zorg! —exclamó uno de los Tungulus—. ¡Vamos, te ayudaremos! A nosotros esto se nos da muy bien. Pero tienes que poner de tu parte. FÃate de nosotros y haz todo lo que te digamos.
Los Tungulus cogieron a Zorg de las manos y comenzaron a cruzar el acantilado juntos. Poco a poco, Zorg empezó a sentirse más confiado. Sus nuevos amigos le estaban ayudando y él era mucho más capaz de lo que pensaba.
—¡Lo conseguimos! —exclamó Zorg.
Después de superar el acantilado se encontraron con un denso bosque lleno de árboles gigantes y misteriosas criaturas.
—¡Oh, vaya! —exclamó Zorg—. Este bosque parece un laberinto. No tengo idea de qué hacer.
Los Tungulus se miraron entre ellos, intercambiando ideas en su peculiar lenguaje.
—Zorg, no te preocupes —dijo uno de los Tungulus—. Juntos encontraremos la salida. Pero debes confiar en nosotros y seguir nuestras indicaciones.
Zorg asintió, dispuesto a seguir adelante. Los Tungulus lo guiaron a través del bosque, evitando las trampas y los obstáculos que encontraban en el camino.
Cuando salieron del laberinto no les dio tiempo a celebrarlo, porque enseguida se encontraron frente a un vasto océano lleno de olas imponentes.
—¡Oh, no! —exclamaron los Tungulus—. No sabemos nadar. ¿Cómo cruzaremos este océano?
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€”No os preocupéis, que yo tengo una solución para esto —dijo Zorg, mientas le daba a un botón de su ropa y se desplegaba una enorme balsa hinchable. Ahora sois vosotros los que tenéis que confiar en mÃ.
Juntos, se aventuraron en el océano, navegando entre las olas gigantes.
Después de un emocionante viaje, llegaron a la costa.
—¡Lo logramos! —exclamaron todos a la vez.
Siguieron caminando hasta que llegaron al punto de partida.
—Vaya, qué planeta más pequeño —dijo Zorg.
—Pues sÃ, ya los hemos explorado, asà que habrá que ir a buscar otro —dijo uno de los Tungulus.
—PodrÃamos ir juntos, si os parece bien —dijo Zorg.
—¡Qué buena idea! —exclamaron los Tungulus.
Zorg no volvió a tener miedo a quedarse solo, pero no por haber encontrado a los Tungulus, sino porque descubrió que, allá donde fuera, siempre podÃa conocer gente nueva e interesante.
Y como cada vez eran más los alienÃgenas que se sumaban a su curiosa expedición para explorar la galaxia, quedarse solo se convirtió en algo casi imposible.