Varios lagartos gordos corrían por las grietas de un viejo árbol.
-¡Qué ruido y alboroto en el cerro de los elfos! -dijo un lagarto-.
-Algo pasa allí adentro -observó otro-. ¡Algo se prepara!
-Sí -intervino un tercer lagarto-. He hecho amistad con una lombriz que oyó muchas cosas. Resulta que en el cerro esperan forasteros distinguidos.
-¿Quiénes podrán ser esos forasteros? -se preguntaban los lagartos.
En aquel mismo momento se partió el montículo, y una elfa salió. Era el ama de llaves del rey de los elfos, que marchó directamente a la vivienda del chotacabras.
-Están ustedes invitados a la colina esta noche -dijo-. Pero quisiera pedirles un gran favor. ¿Podrían transmitir la invitación a los demás? Algo deben hacer, ya que ustedes no ponen casa. Recibimos a varios forasteros ilustres, magos de distinción; por eso hoy comparecerá el rey de los elfos.
-¿A quién hay que invitar? -preguntó el chotacabras.
-Al gran baile pueden concurrir todos. Pero en nuestra primera solo asistirán personajes de la más alta categoría. Ante todo, hay que invitar al Viejo del Mar y a sus hijas. Queremos que vengan todos los viejos trasgos de primera categoría, el Genio del Agua y el Duende y no debemos dejar de lado al Cerdo de la Tumba, al Caballo de los Muertos y al Enano de la Iglesia, todos los cuales pertenecen al elemento clerical y no a nuestra clase. Pero ése es su oficio; por lo demás, están emparentados de cerca con nosotros y nos visitan con frecuencia.
-¡Muy bien! -dijo el chotacabras, emprendiendo el vuelo para cumplir el encargo.
Las doncellas elfas bailaban ya en el cerro. En el centro de la colina, el gran salón había sido adornado primorosamente. En la colina había, en el asador, gran abundancia de alimentos, todo muy bien presentado.
El rey mandó bruñir su corona de oro. En el dormitorio colgaron cortinas.
-Ahora hay que sahumar todo esto con orines de caballo y cerdas de puerco; entonces yo habré cumplido con mi tarea -dijo la vieja señorita.
-¡Dulce padre mío! -dijo la hija menor, que era muy zalamera-, ¿no podría saber quiénes son los ilustres forasteros?
-Bueno -respondió el rey-, tendré que decírtelo. Dos de mis hijas deben prepararse para el matrimonio; dos de ellas se casarán sin duda. A ver si saben portarse con ellos en forma conveniente.
-¿Y cuándo llegan? -preguntó una de las hijas.
-Eso depende del tiempo que haga -respondió el rey.
En esto llegaron saltando dos fuegos fatuos.
-¡Ya vienen, ya vienen! -gritaron los dos.
-¡Denme la corona y dejen que me ponga a la luz de la luna! -ordenó el rey.
Las hijas se inclinaron hasta el suelo. Entró el anciano duende de Dovre.
¿Esto es una colina? -preguntó el menor, señalando el cerro de los elfos-. En Noruega lo llamaríamos un agujero.
-¡Muchachos! -les riñó el viejo-. Un agujero va para dentro, y una colina va para arriba. ¿No tienen ojos en la cabeza?
-¡Es para creer que les falta algún tornillo! -refunfuñó el viejo.
Entraron luego en la mansión de los elfos, donde se había reunido la flor y nata de la sociedad. En la mesa todos observaron la máxima corrección, excepto los dos duendecitos nórdicos, los cuales llegaron hasta poner las piernas encima. Pero estaban persuadidos de que a ellos todo les estaba bien.
-¡Fuera los pies del plato! -les gritó el viejo duende, y ellos obedecieron, aunque a regañadientes. Pero el padre, el viejo duende de Dovre, era realmente muy distinto.
Supo contar bellas historias. De pronto, el viejo duende dio un sonoro beso a la vieja señorita elfa. Fue un beso con todas las de la ley, y eso que no eran parientes.
A continuación las muchachas bailaron. Era aquello como un revoltijo de virutas, y metían tanto ruido, que el Caballo de los Muertos se mareó y hubo de retirarse de la mesa.
-¡Brrr! -exclamó el viejo duende-, ¡vaya agilidad de piernas! Pero, ¿qué saben hacer, además de bailar?
-¡Pronto vas a saberlo! -dijo el rey de los elfos, y llamó a la menor de sus hijas. Era ágil y diáfana como la luz de la luna, la más bonita de las hermanas. Se metió en la boca una ramita blanca y al instante desapareció; era su habilidad.
Pero el viejo duende dijo que este arte no lo podía soportar en su esposa, y que no creía que fuese tampoco del gusto de sus hijos.
La otra sabía colocarse de lado como si fuese su propia sombra, pues los duendes no la tienen.
Con la hija tercera la cosa era muy distinta. Había aprendido a destilar en la destilería de la bruja del pantano y sabía mechar nudos de aliso con gusanos de luz.
-¡Será una excelente ama de casa! -dijo el duende anciano, brindando con la mirada, pues consideraba que ya había bebido bastante.
Se acercó la cuarta elfa. Venía con una gran arpa, y no bien pulsó la primera cuerda, todos levantaron la pierna izquierda, pues los duendes son zurdos, y cuando pulsó la segunda cuerda, todos tuvieron que hacer lo que ella quiso.
-¡Es una mujer peligrosa! -dijo el viejo duende; pero los dos hijos salieron del cerro, pues se aburrían.
-¿Qué sabe hacer la hija siguiente? -preguntó el viejo.
-He aprendido a querer a los noruegos, y nunca me casaré si no puedo irme a Noruega.
Pero la más pequeña murmuró al oído del viejo:
-Esto es sólo porque sabe una canción nórdica que dice que, cuando la Tierra se hunda, los acantilados nórdicos seguirán levantados como monumentos funerarios. Por eso quiere ir allá, pues tiene mucho miedo de hundirse.
-¡Vaya, vaya! -exclamó el viejo-. ¿Esas tenemos? Pero, ¿y la séptima y última?
-
La sexta viene antes que la séptima -observó el rey de los elfos, pues sabía contar. Pero la sexta se negó a acudir.
-Yo no puedo decir a la gente sino la verdad -dijo-. De mí nadie hace caso, bastante tengo con coser mi mortaja.
Se presentó entonces la séptima y última. Y, ¿qué sabía? Pues sabía contar cuentos, tantos como se le pidieran.
-Ahí tienes mis cinco dedos -dijo el viejo duende-. Cuéntame un cuento acerca de cada uno.
La muchacha lo cogió por la muñeca y cuando ella llegó al dedo anular, en el que llevaba una sortija de oro, como si supiese que era cuestión de noviazgo, dijo el viejo duende:
-Agárralo fuerte, la mano es tuya. ¡Te quiero a ti por mujer!
La elfa observó que faltaban aún los cuentos del dedo anular y del meñique.
-Los dejaremos para el invierno -replicó el viejo.
Eso es, ¿dónde se habían metido? Pues corrían por el campo, apagando los fuegos fatuos que acudían, bonachones, a organizar la procesión de las antorchas.
-¿Qué significan estas corridas? -gritó el viejo duende-. Acabo de procurarles una madre, y ustedes pueden elegir a la que les guste de las tías.
Pero los jóvenes replicaron que preferían pronunciar un discurso y brindar por la fraternidad. Casarse no les venía en gana. Y pronunciaron discursos. Después se quietaron las chaquetas, se tendieron a dormir sobre la mesa, sin preocuparse de los buenos modales. Mientras tanto, el viejo duende bailaba en el salón con su joven prometida.
-¡Que canta el gallo! -exclamó la vieja elfa-. ¡Hay que cerrar los postigos, para que el sol no nos abrase!
Y se cerró la colina.
En el exterior, los lagartos subían y bajaban por los árboles agrietados, y uno de ellos dijo a los demás.
-¡Cuánto me ha gustado el viejo duende nórdico!
-¡Pues yo prefiero los chicos! -objetó la lombriz de tierra; pero es que no veía, la pobre.