Había una vez un príncipe que esperaba ansioso el día de su boda. El rey, su padre, le había prometido con una hermosa princesa rusa. Después de un año de espera, la princesa llegó. Su tez era tan blanca que toda la gente quedó admirada al verla.
A la puerta del castillo estaba el príncipe para recibirla. Al verla, hincó una rodilla en tierra y besó su mano.
-Tu retrato era bello -murmuró-, pero tú eres aún más bella.
Tres días después se celebró la boda. Fue una ceremonia magnífica. Luego se celebró un banquete oficial que duró cinco horas. Después del banquete hubo baile.
Los recién casados debían bailar juntos la danza de las rosas, y el rey tenía que tocar la flauta. El último número del programa consistía en unos fuegos artificiales que debían empezar a medianoche.
La princesita no había visto nunca fuegos artificiales. Por eso el rey encargó lo mejor para ese día.
-¿A qué se parecen los fuegos artificiales? -preguntó la princesa al príncipe.
-Se parecen a la aurora boreal -dijo el rey-. Sólo que son más naturales.
Así pues, levantaron un tablado en el fondo del jardín real. En ello estaban cuando los fuegos artificiales se pusieron a charlar entre sí.
-El mundo es seguramente muy hermoso -dijo un pequeño buscapiés-. Miren esos tulipanes amarillos. ¡Ni aun siendo petardos de verdad, podrían resultar más bonitos! Me alegro mucho de haber viajado. Los viajes desarrollan el espíritu de una manera asombrosa y acaban con todos los prejuicios que haya podido uno conservar.
-El jardín del rey no es el mundo, joven alocado -dijo una gruesa candela romana-. El mundo es una extensión enorme y necesitarías tres días para recorrerlo entero.
-Todo lugar que amamos es para nosotros el mundo -dijo una rueda unida en otro tiempo a una vieja caja de pino- pero el amor no está de moda. El romanticismo es algo del pasado.
-¡Qué estupidez! -exclamó la candela romana-. La novela no muere nunca. ¡Se parece a la luna: vive siempre! Realmente, los recién casados se aman tiernamente.
Pero la rueda meneó la cabeza.
-¡El romanticismo ha muerto! -murmuró.
De pronto se oyó una tos fuerte y seca y todos miraron a su alrededor. Era un pequeño cohete de altivo continente atado a la punta de un palo. Tosía siempre antes de hacer una advertencia, como para llamar la atención.
-¡Ejem! -exclamó. Y todo el mundo se dispuso a escucharle.
-¡Qué feliz es el hijo del rey -observó- por casarse el mismo día en que me van a disparar! Ni preparándolo de antemano podría resultar mejor para él; aunque los príncipes siempre tienen suerte.
-¿Ah, sí? -dijo el pequeño buscapiés-. Yo creí que era precisamente lo contrario y que era usted a quien se disparaba en honor del príncipe.
-Ése quizás sea su caso, pero no el mío -replicó el cohete-. Soy un cohete distinguido y desciendo de padres igualmente distinguidos. Los periódicos se ocuparon de él en términos muy halagüeños de mis padres y hasta la Gaceta de la Corte dijo que “señalaba el triunfo del arte pilotécnico”.
-Pirotécnico querrá decir -interrumpió una bengala.
-Pues yo digo pilotécnico -replicó el cohete en tono severo-. -Decía yo... ¿qué es lo que yo decía?
-Hablaba usted de sí mismo -repuso la candela romana.
-Naturalmente. Sé que hablaba de alguna cosa interesante cuando he sido
groseramente interrumpido. Odio la grosería y las malas maneras, porque soy extremadamente sensible.
-¿Qué es una persona sensible? -preguntó el petardo a la candela romana.
-Una persona que porque tiene callos pisa siempre los pies a los demás -respondió la candela en bajito.
Y el petardo casi estalló de risa.
-¡Perdón! ¿De qué se ríe? -preguntó el cohete-. Yo no me río.
-Me río porque soy feliz -replicó el petardo.
-Es un motivo bien egoísta -dijo el cohete con ira-. ¿Qué derecho tiene para ser feliz? Debería pensar en los demás, debería pensar en mí. Yo pienso siempre en mí y creo que todo el mundo debería hacer lo mismo. Suponga, por ejemplo, que me sucediese algún percance esta noche. ¡Qué desgracia para todo el mundo! El príncipe y la princesa no podrían ya ser felices: se habría acabado su vida de matrimonio. En cuanto al rey, creo que no podría soportarlo. Realmente, cuando empiezo a pensar en la importancia de mi papel, me emociono hasta casi llorar.
-Si quiere agradar a los demás -exclamó la candela romana-, haría mejor en mantenerse en seco.
-¡Ciertamente! -exclamó la bengala, que no estaba de muy buen humor-, eso es sencillamente de sentido común.
-¿Cree que es de sentido común? -replicó el cohete indignado-. Olvida que yo no tengo nada común y que soy muy distinguido. Yo tengo imaginación, porque nunca veo las cosas como son. Las veo siempre muy diferentes. En cuanto a eso de mantenerme en seco, es que no hay aquí nadie que sepa apreciar un temperamento delicado. Afortunadamente para mí, no me importa. La única cosa que le sostiene a uno en la vida es el convencimiento de la enorme inferioridad de sus semejantes y éste es un sentimiento que he mantenido siempre en mí. Pero ninguno de ustedes tiene corazón. Gritan y se regocijan como si el príncipe y la princesa no estuviesen celebrando sus bodas.
-¡Eh! -exclamó un pequeño globo de fuego-. ¿Y por qué no? Es una alegre ocasión y cuando estalle yo en el aire pienso comunicárselo a todas las estrellas. Ya verán cómo brillarán cuando les hable de la bella recién casada.
-¡Oh, qué concepto más banal de la vida! -dijo el cohete-. ¡Bah! Quizás el príncipe y la princesa se vayan a vivir a un país en que haya un río profundo, quizás tengan un solo hijo. Quizás vaya algún día a pasearse con su nodriza, esta se duerma debajo de un árbol y el niño se caiga al río y se ahogue. ¡Qué terrible desgracia! No podré soportarlo nunca.
Y el cohete estalló en lágrimas. Entonces apareció la luna como un soberbio escudo de plata y las estrellas comenzaron a brillar y llegaron al palacio los sones de una música.
El príncipe y la princesa dirigían el baile. En aquel momento sonaron las diez, luego las once y luego las doce, y a la última campanada de media noche, todo el mundo fue a la terraza y el rey hizo llamar al pirotécnico real.
-Que empiecen los fuegos artificiales-dijo el rey. Fue realmente una soberbia irradiación de luz.
-¡Ssss! ¡Ssss! -hizo la rueda que empezó a girar.
-¡Bum! ¡Bum! -replicó la candela romana. Entonces los buscapiés entraron en danza y las bengalas colorearon todo de rojo.
-¡Adiós! -gritó el globo de fuego mientras se elevaba haciendo llover chispitas azules.
-¡Bang! ¡Bang! -respondieron los petardos, que se divertían muchísimo.
Todos tuvieron un gran éxito, menos el cohete. Estaba tan húmedo por haber llorado que no pudo arder. Lo mejor que había en él era la pólvora y ésta se hallaba tan mojada por las lágrimas que estaba inservible.
-Creo que me reservan para alguna gran ocasión -dijo el cohete-. Indudablemente es eso.
Y miraba a su alrededor con aire más orgulloso que nunca. Al día siguiente vinieron los obreros a colocarlo todo de nuevo en su sitio.
-Evidentemente es una comisión -se dijo el cohete-. Los recibiré con una tranquila dignidad.
Entonces uno de ellos lo vio.
-¡Ah! -gritó-. ¡Qué mal cohete!
Y le tiró al paso por encima del muro. Y cayó en el lodo. Entonces una ranita nadó hacia él. Pero el cohete fue tan desagradable con ella que esta se fue y lo dejó solo.
Pasó luego por allí una libélula, a la que trató con igual desaire, por lo que se fue, mientras el cohete se hundía más en el fango.
Pasado un rato, una gran pata blanca nadó hacia él. Pero con su tratamiento altanero solo consiguió que la pata se marchara.
Y hundiéndose un poco más en el fango, empezaba a reflexionar sobre la belleza del genio, cuando de repente dos chiquillos llegaron al borde de la cuneta con un caldero y unos leños.
-Ésta debe ser la comisión -dijo el cohete. Y adoptó una digna compostura.
-¡Oh! -gritó uno de ellos-. Mira este palo viejo. ¡Qué raro que haya venido a parar aquí!
Y sacó el cohete de la cuneta.
-¡Echémoslo al fuego! -dijo el otro muchacho-. Así ayudará a que hierva la caldera.
Amontonaron los leños, colocaron el cohete sobre ellos y prendieron fuego.
-¡Magnífico! -gritó el cohete-. Me colocan a plena luz. Así todos me verán.
-Ahora vamos a dormir -dijeron los niños-, y cuando nos despertemos estará ya hirviendo la caldera.
Y acostándose sobre la hierba cerraron los ojos. El cohete estaba muy húmedo. Pasó un buen rato antes de que ardiese. Sin embargo, al fin, prendió el fuego en él.
-¡Ahora voy a partir! -gritaba.
Y se erguía y se estiraba.
-Sé que voy a subir más alto que las estrellas, más alto que la luna, más alto que el sol. Subiré tan arriba que…
-¡Fisss! ¡Fisss! ¡Fisss!
Y se elevó en el aire.
-¡Delicioso! -gritaba-. Seguiré subiendo así siempre. ¡Qué éxito tengo!
Pero nadie lo veía. Entonces comenzó a sentir una extraña impresión de hormigueo.
-¡Voy a estallar! -gritaba-. Incendiaré el mundo entero y haré tanto ruido que no se hablará de otra cosa en un año.
Y, en efecto, estalló.
-¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! -hizo la pólvora. La pólvora no podía hacer otra cosa.
Pero nadie lo oyó, ni siquiera los dos muchachos que dormían profundamente.
No quedó del cohete más que el palo que cayó sobre la espalda de una oca que daba su paseo alrededor de la zanja.
-¡Cielos! -exclamó-. ¡Ahora llueven palos!
Y se tiró al agua.
-¡Me parece que he causado una gran sensación! -musitó el cohete.
Y ahí terminó todo.