Había una vez un niño que se había resfriado. Su madre lo acostó y le preparó una taza de té de saúco. En eso llegó viejo señor muy divertido que vivía solo que sabía muchos cuentos.
-Ahora vas a tomarte el té -dijo la madre al pequeño- y a lo mejor te contarán un cuento.
- Bueno, ahora tendría que contarte un cuento -dijo el viejo-, pero el caso es que ya no sé más.
-Pues invéntese uno nuevo -replicó el chiquillo-. Dice mi madre que de todo lo que observa saca usted un cuento, y de todo lo que toca, una historia.
-Sí, pero esos cuentos e historias no sirven. Los de verdad, vienen por sí solos, llaman a la frente y dicen: ¡aquí estoy!
-¿Llamarán pronto? -preguntó el niño-. ¡Cuente, cuente!
-Lo haré, si el cuento quiere venir por sí solo, pero son muy remilgados. Sólo se presentan cuando les viene en gana. ¡Espera! -añadió-. ¡Ya lo tenemos! Escucha, hay uno en la tetera.
El pequeño dirigió la mirada a la tetera; la tapa se levantaba, y las flores de saúco salían del cacharro. Era un espléndido saúco, un verdadero árbol, que llegó hasta la cama, apartando las cortinas. Era todo él un cuajo de flores olorosas, y en el centro había una anciana de bondadoso aspecto, extrañamente vestida. Todo su ropaje era verde, como las hojas del saúco, lleno de grandes flores blancas. A primera vista no se distinguía si aquello era tela o verdor y flores vivas.
-¿Cómo se llama esta mujer? -preguntó el niño.
-Verás: los romanos y griegos -respondió el viejo- la llamaban Dríada. Allá en Nyboder le damos otro nombre mejor; la llamamos "mamita saúco". Escucha y contempla el espléndido saúco. Hay uno como él, florido también, allá abajo; crecía en un ángulo de una era pequeña y humilde. Un mediodía dos ancianos se habían sentado al sol, bajo aquel árbol. Eran un marino muy viejo y su mujer, que no lo era menos. Tenían ya bisnietos, y pronto celebrarían las bodas de oro, aunque apenas se acordaban ya del día de su boda; el hada, desde el árbol, parecía tan satisfecha como esta de aquí.
-Yo sé cuándo son sus bodas de oro -dijo; pero los viejos no la oyeron.
-¿Te acuerdas? -decía el viejo marino-. ¿Te acuerdas de cuando éramos niños y corríamos y jugábamos en esta misma era? Plantábamos tallitos en el suelo y hacíamos un jardín.
-Sí -replicó la anciana-. Regábamos los tallos; uno de ellos era una rama de saúco; este mismo bajo el cual estamos.
-Sí, esto es -dijo él-; y allí en la esquina había un gran barreño; en él flotaba mi barca. ¡Qué bien navegaba! Pero pronto lo haría yo por otros mares.
-Sí, pero antes fuimos a la escuela y aprendimos unas cuantas cosas prosiguió ella.
- Y luego nos prometieron. Después nos fuimos a Frederiksberg.
-Pero pronto me tocó a mí navegar por otros lugares, durante muchos años.
-Sí, ¡cuántas lágrimas me costaste! -dijo ella-. Creí que habías muerto. Me acuerdo de un día se me acercó el cartero y me dio una carta, una carta tuya. ¡Estaba tan contenta! Decía el papel que te hallabas en tierras cálidas. Alguien me cogió por el talle…
-Pero tú le propinaste un buen bofetón.
-No sabía que fueses tú. Habías llegado junto con la carta y ¡estabas tan guapo!.
-Entonces nos casamos -dijo él-, ¿te acuerdas? ¿Y de cuándo vino el primer hijo, y después los demás?
-Sí, y todos crecieron.
-Y sus hijos han tenido ya hijos a su vez -dijo el viejo-. Nuestros bisnietos. No fue en este tiempo del año cuando nos casamos?
-Sí, justamente es hoy el día de sus bodas de oro -intervino el hada del sabucal. Se miraron a los ojos y se cogieron de las manos.
Al poco rato se presentaron los hijos y los nietos; todos sabían muy bien que eran las bodas de oro; ya los habían felicitado, pero los viejos se habían olvidado, mientras se acordaban muy bien de lo ocurrido tantos años antes. El saúco exhalaba un intenso aroma, y el sol, cerca ya de la puerta, daba a la cara de los abuelos.
-Pero esto no es un cuento -observó el niño.
-Tú lo sabrás mejor -replicó el viejo-. Lo preguntaremos al hada del saúco.
-No fue un cuento -dijo ésta-; el cuento viene ahora. Las más bellas leyendas surgen de la realidad; de otro modo, mi hermoso saúco no podría haber salido de la tetera.
Y, sacando de la cama al chiquillo, lo estrechó contra su pecho, y las ramas cuajadas de flores se cerraron en torno a los dos.
El hada se había transformado en una linda muchachita. Ella y el chiquillo se besaron, y entonces quedaron de igual edad. Cogidos de la mano salieron y se encontraron en el espléndido jardín de la casa paterna.
-¡Olé!, correremos muchas millas -dijo el muchacho-; iremos a la finca donde estuvimos el año pasado.
Y venga cabalgar alrededor del césped, mientras la muchacha gritaba:
-Ya estamos llegando.
-¡Adelante, camino de la casa de los señores!
Jugaron y plantaron un jardincito en la tierra; ella se sacó una flor de saúco del cabello y la plantó; y creció como hiciera aquel que habían plantado los viejos cuando niños ya. Iban cogidos de la mano, como los abuelos hicieron de pequeños, pero no se encaminaron a la Torre Redonda ni al jardín de Frederiksberg, sino que la muchacha sujetó al niño por la cintura y se echaron a volar por toda Dinamarca.
Y
llegó la primavera, y luego el verano, el tiempo de la cosecha y, finalmente, el invierno; y miles de imágenes se pintaban en los ojos y el corazón del niño.
-¡Qué hermosos son aquí la primavera, el verano, el otoño y el invierno!
Y centenares de imágenes cruzaban su mente. Así transcurrieron muchos años.
Hoy celebran sus bodas de oro. Y allí seguían los dos, semejantes a un rey y una reina; y él contaba a su anciana esposa la historia del hada del sabucal, igual que se la habían contado antes a él, cuando era un chiquillo; y los dos convinieron en que en aquella historia había muchas cosas que corrían parejas con la propia; y lo que más se parecía era lo que más les gustaba.
-Así es -dijo la muchachita del árbol-. Algunos me llaman hada, otros Dríada, pero en realidad mi nombre es Recuerdo. Yo soy la que vive en el árbol, que crece y crece continuamente. Puedo pensar en lo pasado y contarlo. Déjame ver si conservas aún tu flor.
El viejo abrió su libro de cánticos, y allí estaba la flor de saúco; y el Recuerdo hizo un gesto de aprobación, y los dos ancianos. Con las coronas de oro en la cabeza, siguieron sentados al sol poniente. Cerraron los ojos y... bueno, el cuento se ha terminado.
El chiquillo yacía en su cama; ¿había sido aquello un sueño, o realmente le habían contado un cuento?
-¡Qué bonito ha sido! -dijo el niño-. ¡Madre, he estado en las tierras cálidas!
-No me extraña -respondió la madre-. Cuando uno, se ha tomado un par de tazas de infusión de flor de saúco, no hay duda de que se encuentra en las tierras cálidas. Y lo arropó bien, para que no se enfriara.
-Estuviste durmiendo mientras yo y él discutían sobre si era un cuento o una historia.
-¿Y dónde está el hada del saúco? -preguntó el niño. -En la tetera -replicó la mujer-, y puede seguir en ella.