Había una vez un hombre tan pobre que apenas podía alimentar a su único hijo. Un día, el chico le dijo a su padre:
- Papá, soy una carga para ti. Mejor será que me marche a buscar el modo de ganarme el pan.
Al padre le pareció bien y se despidió de su hijo, con mucha tristeza.
Por aquellos tiempo el Rey estaba en guerra con un imperio muy poderoso. El joven se alistó en su ejército y partió para la guerra. En su primera batalla vio caer a muchos, incluído su general. Viendo a sus compañeros vivos desanimos les animó. Tanto les inspiró que ganaron la batalla. El Rey, agradecido, recompensó al chico con grandes tesoros y lo nombró el primero del reino.
El Rey tenía una hija muy bella, pero muy caprichosa. Solo quería casarse con aquel que, en caso de morir ella, jurase enterrarse vivo a su lado. Ella haría lo mismo en caso contrario. Esto ahuyentaba a todos los pretendientes. Pero el chico quedó tan prendado de su belleza que le pidió la mano al Rey.
Consintió el Rey y se celebró la boda. Los recién casados vivieron una temporada felices y contentos, hasta que, un día, la joven princesa contrajo una grave enfermedad, a la que ningún médico supo hallar remedio. Y murió. Entonce su esposo recordó la promesa que había hecho. La idea de ser sepultado en vida junto a ella le horrorizaba, pero no había escapatoria. El Rey había mandado colocar centinelas en todas las puertas, y era inútil intentar escapar. Llegado el día en que el cuerpo de la princesa debía ser bajado a la cripta real, el príncipe fue conducido a ella, y tras él se cerró la puerta.
Junto al féretro había una mesa, y con ella cuatro velas, cuatro hogazas de pan y cuatro botellas de vino. Moriría de hambre cuando todo aquello se acabase. Dolorido y triste, comía cada día solo un pedacito de pan y bebía un sorbo de vino, aunque veía su final acercarse lentamente. Una vez, mirando la pared, vio salir de uno de los rincones de la cripta una serpiente, que se deslizaba en dirección al cadáver. Pensando que venía para devorarlo, sacó la espada y exclamó:
-¡Mientras yo esté vivo, no la tocarás!
Y la partió en tres pedazos. Después salió otra serpiente, que enseguida retrocedió, al ver a su compañera muerta. Pero después regresó, con tres hojas verdes en la boca. Cogió los tres segmentos de la serpiente muerta y, encajándolos debidamente, aplicó a cada herida una de las hojas. Inmediatamente quedaron soldados los trozos; el animal comenzó a agitarse, recobrada la vida, y se retiró junto con su compañera. Las hojas quedaron en el suelo, y al desgraciado príncipe se le ocurrió que quizás podría también devolver la vida a las personas. Puso una en la boca de la difunta y otras dos en sus ojos.
Y funcionó. El esposo le dio un poco de pan y un poco de vino a la princesa y juntos empezaron a llamar a la puerta de la cripta para que les abriesen. Los guardias los oyeron y corrieron a informar al Rey. Éste bajó a la cripta y se encontró con la pareja sana y llena de vida.
El joven príncipe se guardó las tres hojas de la serpiente y las entregó a su criado, diciéndole:
- Guárdamelas con el mayor cuidado y llévalas siempre contigo. ¡Quién sabe si algún día podemos necesitarías!
Sin embargo, se había producido un cambio en la resucitada esposa. Parecía como si su corazón no sintiera ya afecto alguno por su marido. Transcurrido algún tiempo, él quiso emprender un viaje por mar para ir a ver a su padre, y ambos embarcaron. Ya en la nave, olvidó ella el amor y fidelidad a su esposo y empezó a interesarse por el piloto del barco. Y un día, en que el joven príncipe se hallaba durmiendo, llamó al piloto y, entre los dos, lanzaron al esposo al mar.
- Regresemos ahora a casa- dijo la princesa-, diremos que murió en ruta. Yo te alabaré ante mi padre de tal manera que me casará contigo y te hará heredero del reino.
P
ero el fiel criado vio lo que pasó y bajó al agua en un bote, cuidándose de no ser visto, a buscar a su señor. Lo sacó del agua, le aplicó las hojas en la boca y en los ojos y lo trajo de nuevo a la vida. Los dos se pusieron entonces a remar con todas sus fuerzas, de día y de noche, y con tal rapidez navegaron en su barquita, que llegaron a presencia del Rey antes que la gran nave. Asombrado éste al verlos regresar solos, les preguntó qué les había sucedido. Al conocer la perversidad de su hija, el Rey deció tomar cartas en el asuntó. Mandó a su yerno que se escondiera y salió en busca de su hija.
- ¿Por qué regresas sola? ¿Dónde está tu marido?
- ¡Ay, padre querido! -exclamó la princesa-, ha ocurrido una gran desgracia. Durante el viaje mi esposo enfermó súbitamente y murió y, de no haber sido por la ayuda que me prestó el patrón de la nave, yo también lo habría pasado muy mal.
Dijo el Rey:
- Voy a resucitar al difunto -y, abriendo el aposento, mandó salir a los dos hombres. Al ver la mujer a su marido, quedó como herida de un rayo y, cayendo de rodillas, imploró perdón.
Pero el Rey dijo:
- No hay perdón. Él se mostró dispuesto a morir contigo y te devolvió la vida; en cambio, tú le asesinaste mientras dormía, y ahora recibirás el pago que merece tu acción.