Aniceto era un señor que se pasaba el día sentado o tumbado viendo a la gente pasar. Como estaba todo el día mirando sin hacer nada útil, haciendo el vago, la gente empezó a conocerle como Aniceto Vagoneto.
En el pueblo nadie veía nunca a Aniceto hacer nada. Aniceto podría estar en cualquier parte, pero nadie lo veía llegar ni lo veía marcharse. Solo le veían ahí, mirando. Podría estarse todo el día sentado en el banco de un parque, sentado bajo un árbol en el bosque o tumbado a la sombra junto al río. Fuera donde fuere, Aniceto no hacía nada.
Nadie sabía exactamente cuántos años tenía Aniceto. No parecía muy mayor, pero como llevaba barba y usaba gorra y gafas de sol tampoco se podían obtener muchas pistas sobre su aspecto.
Un día las autoridades alertaron de lluvias torrenciales. La policía fue casa por casa para llevar a la gente al ayuntamiento, que era el edificio más alto del pueblo. El riesgo de inundaciones era muy grande y al menos así protegían a las personas.
Cuando la gente empezó a ocupar las salas de los pisos superiores del ayuntamiento Aniceto ya estaba allí, sentado y mirando a todo el mundo pasar.
-Hay que ver este hombre, pero qué vago es -decía la gente.
Cuando todo el pueblo estaba congregado en el ayuntamiento se oyó a alguien gritar.
-¡Mi hija! ¡Mi hija! ¡¿Dónde está mi niña?!
La gente estaba tan apretada que era muy difícil moverse para buscar. Lo peor es que la gente se puso tan nerviosa que empezaron a moverse sin ton ni son, sin saber muy bien a quién buscaban.
Alguien, desde la ventana, gritó:
-¡Allí fuera! ¡Una niña! ¡Allí fuera! ¡En aquel tejado!
Las intensas lluvias habían hecho que el río se desbordase y el agua arrastraba todo lo que se le ponía por delante: bancos, papeleras, incluso coches. De la mayoría de las casas del pueblo solo se veía ya el tejado. En uno de estos tejados estaba la niña, que había salido por el tragaluz.
Una voz grave y potente dijo:
-Dejen paso, por favor.
Era Aniceto. Con paso seguro se acercaba a la ventana, mientras se quitaba la gorra, las gafas y las botas y se abrochaba la cremallera de una chaleco salvavidas. A la cintura llevaba un arnés atado con una cuerda que llegaba hasta un anclaje en la pared.
-Voy a por la niña. Necesito que alguien vaya soltando cuerda.
-Señor Aniceto, la corriente es muy fuerte -dijo alguien.
-No se preocupen. Llegaré hasta la niña y me quedaré con ella hasta que llegue el helicóptero de rescate. No olviden avisar a emergencias.
Sin más, Aniceto bajó por la pared haciendo rápel. Una vez en el agua nadó hasta la casa donde estaba la niña, con mucho cuidado de no ser arrollado por árboles, vehículos o señales de tráfico.
Cuando llegó hasta el tejado, Aniceto se soltó el arnés y le puso a la niña el chaleco salvavidas.
El helicóptero de rescate no tardó en llegar. Pero solo podía subir la niña, porque había más personas rescatadas a bordo y no cabía nadie más.
Anicento ayudó a la niña a subir y se agarró fuerte a la cuerda para viajar colgado. Al llegar al hospital más cercano, Aniceto se descolgó y ayudó a atender a los heridos.
Al día siguiente, cuando las aguas volvieron a su cauce, Aniceto regresó al pueblo. Todo el mundo le recibió con aplausos y abrazos.
-Le tomábamos por un vago que se pasaba el día mirando y resulta que es usted un superhéroe -le dijo el alcalde.
-Ni mucho menos -le dijo Aniceto-. Soy un militar retirado que vela por sus vecinos.
-Entonces no miraba, vigilaba -dijo el alcalde.
-Ya ve, señor alcalde, a veces las apariencias engañan.