Hace mucho, mucho tiempo, en un tranquilo y colorido pueblecito, vivía un niño llamado Chispín. Aunque era más pequeño que una nuez, tenía un corazón más grande que una sandía y estaba dispuesto a enfrentarse a cualquier cosa, por grande o aterradora que fuera.
— ¿Por qué os asustáis tanto de Brutus? —preguntaba Chispín a los aldeanos. Los pobres corrían a esconderse en sus casas, cada vez que escuchaban el ruido que hacía el gran gigante desde su casa en las montañas.
—Ya está enfadado otra vez —decía la gente—. Vamos a escondernos, que si se asoma y nos ve lo mismo la toma con nosotros. Ese gigante es muy malvado.
Pero Chispín, en vez de esconderse, sentía una curiosidad que le hacía cosquillas en la barriga. ¿Cómo sería Brutus en realidad? ¿Estaría siempre tan enfadado como parecía?
Una noche, cuando la luna brillaba en el cielo y todos se escondían tras las puertas de sus casas, Chispín decidió visitar a Brutus. Así que subió la montaña, tiritando por el frío que le mordía las mejillas, pero lleno de una determinación que le calentaba el corazón.
Cuando por fin llegó a la cueva del gigante y vio a Brutus, le preguntó:
— ¿Por qué estás siempre tan enfadado, Brutus?
— No estoy enfadado —respondió Brutus, con voz profunda y cargada de tristeza—. Pero nadie ha intentado jamás preguntármelo. Nunca nadie ha querido conocerme de verdad.
Chispín se quedó impresionado. Sus pequeños ojos brillaban de sorpresa bajo la tenue luz de la cueva. Allí estaba él, frente a Brutus, el gigante temido por todo el pueblo. Pero lo que veía no era un monstruo amenazador, sino una criatura solitaria con una profunda tristeza.
Era como si, de repente, viera a Brutus bajo una nueva luz. La feroz cara del gigante que todos describían en sus historias parecía haberse suavizado. Sus ojos parecían más los de un niño asustado, buscando consuelo y comprensión, que los de un ser malvada y malhumorado. Brutus, el gigante que todo el mundo temía, parecía, en realidad, un niño grande que quería ser entendido.
Chispín comprendió que Brutus no era un monstruo, sino una criatura malentendida que había sido juzgada simplemente por su apariencia.
Y
entonces tuvo una gran idea. Bajó corriendo la montaña, volvió al pueblo y les contó a los aldeanos la verdadera historia de Brutus.
— ¡Pero es un gigante! ¡Es peligroso! —protestaban los aldeanos.
Pero Chispín no se dio por vencido. Convenció a Brutus para que bajara al pueblo y mostrara su verdadera cara, la de un gigante bueno y amable. Los aldeanos, al ver a Brutus ayudando a reparar casas y jugando amistosamente con los niños, empezaron a verlo con otros ojos. Aprendieron que no se puede juzgar a alguien por su apariencia o por los rumores que se escuchan.
Y así, Chispín cambió no solo el corazón de un gigante, sino el de todo un pueblo. Desde aquel día, todos vivieron en paz y armonía, aprendiendo que la bondad y la comprensión son más grandes y más poderosas que el gigante más alto.