Había una vez una pareja de águilas que construyeron su nido en lo alto de una montaña. Allí pusieron dos huevos. Pero un día hubo un terremoto que sacudió la montaña y volcó el nido. Los huevos rodaron cuesta abajo. El primero quedó prendido en una rama. El segundo cayó sobre un carro de heno.
La pareja de águilas buscó sus huevos, pero solo encontró el que había quedado en las ramas del árbol. Del segundo no tuvieron noticias y lo dieron por perdido.
—Al menos nos queda uno —dijeron. Y se llevaron el huevo a un nuevo nido.
El carro de heno llegó a una granja. Mientras el granjero descargaba el heno encontró el huevo y se lo llevó a las gallinas. Ellas cogieron el huevo y le dieron calor.
Días después el huevo eclosionó y nació el aguilucho. Pero las gallinas no sabían que era.
—Vaya pollo tan raro —decían. Y lo criaron como un pollito más.
El aguilucho creía y crecía, pero seguía comportándose como una gallina. Sin embargo, había algo en su interior que le decía que aquel no era su sitio. Y miraba al cielo, donde veía a las aves volar, y suspirara:
—Ojalá yo también pudiera surcar el cielo.
Las gallinas, cuando le oían decir aquello, le decían:
—Pero recuerda que no eres más que una gallina. Y las gallinas no pueden volar.
Semanas después apareció por allí otro pájaro extraño y las gallinas se alborotaron
—Mirad, otro pollo raro —dijeron.
—No soy un pollo ni una gallina; soy un águila y estoy buscando a mi hermano —dijo el águila.
—Aquí solo hay gallinas —dijo el gallo—. Será mejor que te vayas.
El pájaro se fue, pero su hermano lo había oído todo. Entonces, empezó a atar cabos. Se dirigió al manantial y miró su reflejo en el agua. Y se sorprendió al ver que el reflejo no le devolvía la imagen de una gallina o un pollo, sino una igual a la del pájaro que había estado en la granja.
—¡Soy un águila! —gritó—. Entonces ¡podré volar!
Todas las gallinas empezaron a reírse.
—¡No eres más que una gallina fea! —le decían.
Pero el águila decidió intentarlo. Así que se fue dando saltos hasta que consiguió subir a lo alto de una pequeña colina. Allí intentó abrir sus alas. Pero eran tan grandes que no sabía qué hacer con ellas.
E
ntonces apareció el granjero, cogió al águila y la colocó en una rama. Con un palo largo le fue dando pequeños toques al águila para que fuera al extremo de la rama. Desde allí todo era maravilloso. La caída era enorme. Pero el águila solo miraba al cielo. Aun así, seguía sin saber qué hacer.
Al ver que no hacía nada, el granjero sacó un hacha y cortó la rama. Por instinto el águila abrió las alas y empezó a planear. Luego intentó agitarlas, y descubrió que eso le permitía subir más alto.
Otra águila se acercó y le dijo:
—¡Hola, hermano! Por fin te encontré.
Las dos águilas se fueron al nido donde estaban sus padres. Estos se pusieron muy contentos al encontrar a su hijo perdido. Tuvieron que enseñarle muchas cosas. Pero, por fin, están juntos de nuevo.