Azucena estaba jugando en el parque cuando descubrió algo brillante oculto entre las hojas que se habían caído de los árboles. Era un hermoso collar de perlas. Azucena lo tomó entre sus manos y sus dedos acariciaron las suaves perlas.
—¡Es maravilloso! —exclamó su amigo Gabriel, que se acercó corriendo al verla tan ensimismada.
Los dos amigos se quedaron un momento en silencio, mirando el collar.
—Este collar debe ser muy especial para alguien. ¿Lo devolvemos? —dijo Gabriel.
—No, lo he encontrado yo y es mío —dijo Azucena, apretando el collar contra su pecho.
—Si se te hubiera perdido a ti, seguro que querrías que te lo devolvieran —dijo Gabriel.
Azucena se quedó pensando. Su amigo tenía razón. Aquel collar pertenecía a alguien que lo echaría de menos.
—Vale, los devolveremos, pero no sabemos a quién puede pertenecer algo así —dijo Azucena.
—Vamos a mirarlo bien —dijo Gabriel.
Los dos amigos miraron a conciencia el collar. Fue Azucena la que encontró algo que les dio la primera pista.
—Mira, aquí, en el broche, hay un nombre grabado. Parece que pone “Flavia”.
—¿Flavia es un nombre? —dijo Gabriel—. No lo había oído en mi vida.
—A mí me suena a película de la Antigua Roma —dijo Azucena.
—Como es un nombre tan poco común, seguro que no nos cuesta mucho trabajo encontrar a su dueña —dijo Gabriel.
Azucena y Gabriel recorrieron la ciudad durante días buscando a alguien que conociera a alguna mujer llamada Flavia. Pero no encontraron a nadie con ese nombre.
Estaban a punto de tirar la toalla cuando encontraron a alguien que sí conocía a una.
—¿Flavia? ¡Cómo mi bisabuela! —les dijo una señora—. Nunca llegué a conocerla. Me contaba mi abuela que fue una mujer extraordinaria, valiente y trabajadora. Lo único que tenía de ellas era un antiguo collar de perlas, pero me lo robaron hace poco de casa, junto con otras cosas.
Azucena y Gabriel se miraron. Fue Azucena la que habló.
—¿Cómo era el collar?
—Tengo una vieja fotografía de mi madre con él puesto, mirad —dijo la señora, sacando la fotografía de su bolso.
—¡Es el mismo! —exclamaron los niños a la vez.
Azucena sacó el collar de su bolsillo y se lo dio a la señora.
—Creo que esto le pertenece.
L
a mujer cogió el collar. No puedo evitar que las lágrimas corrieran por su rostro.
—Gracias —dijo, con la voz entrecortada.
—Nos alegramos mucho de haberla encontrado —dijo Gabriel—. ¡Llevamos días buscando a la dueña del collar!
—Venid, os enseñaré fotos antiguas y os contaré historias de mis antepasados —dijo la señora.
—No queremos molestar —dijo Azucena, aunque en el fondo se moría de ganas, porque nada le gustaba más que las historias que contaba la gente mayor.
—No es molestia —dijo la señora—. Además, ¿quién va a ayudarme si no a comer este delicioso chocolate que llevo en la bolsa?
—¡Nos ha convencido! —dijeron los niños.
Y así pasaron la tarde, entre viejas historias, nuevas risas y delicioso chocolate.