Luciana era una persona como cualquier otra, tenía su familia, sus pasatiempos, su empleo… En fin, nada diferente al resto.
Pero sí había algo particular que la hacía distinta: Luciana era incapaz de mentir. Y no porque no quisiera, sino que cuando intelectualmente quería decir alguna mentira, tal vez solo por cordialidad, de su boca solo salía la verdad.
De niña se había metido en muchos problemas y había hecho pasar vergüenza en muchas ocasiones a sus padres.
Un día, acompañando de compras a su mamá, sucedió que madre e hija se toparon con una vecina. La señora se agachó para saludar a Luciana, y apretándole los cachetes le dijo.
—¿Cómo estás, pequeña? Pero qué niña más bonita.
—Pues estoy muy molesta; qué mal gusto apretarme así los cachetes, señora.
La señora se rio incómoda y dijo:
—Ay, pero que niña tan bromista.
—No estoy bromeando —agregó Luciana—. Además, no soy la única a la que usted le cae mal; mi mamá también dice que usted es una pesada y una chismosa. Y papá dice que usted está soltera porque nadie la aguanta.
La señora se quedó pasmada y la mamá de Luciana, colorada de la vergüenza, retiró a su hija tirándola del brazo y siguiendo su camino.
—Disculpe, señora, hoy no se siente bien la niña; adiós —dijo la madre de la pequeña mientras se alejaban.
Así sucedió otras tantas veces. En el colegio, Luciana le decía lo que creía a sus profesores, a sus compañeros y los padres de ellos. En su familia, hacia lo mismo. Los padres de Luciana, preocupados, decidieron llevarla al médico por tal motivo.
Y después de muchos estudios, comprobaron que Luciana no era así adrede, sino que era un caso único en el mundo en el que, por una alteración genética, le era imposible decir mentiras.
Al principio, Luciana estaba muy triste por la noticia, pensaba que se la pasaría metiéndose en problemas y que no tendría amigos jamás. Pero a medida que iba creciendo, la niña se iba amigando con su condición. De adolescente, pudo ganarse muchas amigas. Todas buscaban consejos de Luciana, porque sabían que ella era honesta.
Un día Luciana y sus amigas se habían reunido para alistarse para una fiesta que acudirían juntas.
—¿Qué tal me queda este vestido? —pregunto Diana, una de las chicas.
—Precioso —exclamó una muchacha.
—Fantástico- agrego otra.
—Luciana, ¿tú que opinas? —pregunto Diana.
—Bueno… A mí me parece horrible. No te favorece, yo en tu lugar me pondría ese otro.
D
iana se cambió el vestido como Luciana había aconsejado. Tanto ella como las demás muchas veces mentían para no herir los sentimientos de los demás, pero sabían que Luciana no lo hacía, y por ello siempre la consultaban y confiaban más en sus recomendaciones. Consultas de chicos, de cómo vestirse, de qué le parecían sus proyectos, eran las preguntas más comunes que recibía Luciana en su adolescencia.
De mayor siguió siendo una gran consejera para sus pares. Otros tantos no la querían porque no se sentían cómodos por su honestidad, pero pronto Luciana aprendió que esas personas no valían la pena. Lo que pareció ser un gran problema se convirtió en una gran virtud para Luciana, ella aprendió que la verdad, siempre dicha con respeto, nos evita problemas y nos fortalece los vínculos con las personas.
Luciana, de adulta, se convirtió en una famosa y prestigiosa crítica de restaurantes a nivel internacional, aunque una que otra vez siguió metiéndose en problemas, aprendió a tomárselo con mucho humor y a estar orgullosa de ser la mujer que no podía mentir.