Había una vez una granja en la que vivían cinco hermanos con su abuela. Como la abuela era muy mayor y estaba enferma los hermanos tenían que hacerse cargo de atender a los animales, cuidar el huerto, limpiar la casa y hacer la comida, además de ir al colegio, que estaba a media hora andando de allí, y cuidar de la abuelita.
Los cinco hermanos se repartían el trabajo y, aunque era muy duro, no olvidaban ninguna de sus obligaciones. Todos trabajaban y estudiaban sin protestar, salvo Isidoro. A Isidoro no le gustaba tener que ordeñar a las vacas ni limpiar a las gallinas. Tampoco le gustaba nada atender los cultivos ni pelar patatas a la hora de comer. Mucho menos aún le gustaba madrugar para ir al colegio todas las mañanas y tener que ponerse a hacer los deberes nada más comer para poder terminar con sus tareas del día en la granja.
Aunque Isidoro hacía todo lo que tenía que hacer, no paraba de protestar. Con el tiempo, el muchacho no hacía otra cosa que quejarse. Eso hizo que todos sus hermanos estuvieran todo el día de mal humor, porque si hay algo que consigue estropear el día a cualquiera es tener a alguien protestando por todo desde que te despiertas hasta que te vas a dormir.
Un día, la abuela llamó a Isidoro para hablar con él.
-¿Qué quieres abuela? -dijo el niño-. Estoy muy cansado y tengo todavía mucho que hacer. Esto de tener que trabajar tanto es horrible. Estoy harto. No tengo ni un minuto en todo el día para descansar. Qué aburrimiento de vida, abuela, qué asco. Mira cómo me he puesto en el establo. Así no hay quien pueda.
-Isidoro, escúchame un momento -le interrumpió la abuela-. Tus dos hermanos mayores, los que han tenido que dejar de estudiar para que los pequeños podáis seguir en la escuela, se han puesto enfermos de tanto trabajar. Y yo ya puedo hacer poco. Si de verdad todo te parece tan mal, tal vez deberías pensar en irte. Así darías menos trabajo a tus hermanos y no tendrías que hacer tantas cosas desagradables. Hay un señor en el pueblo que podría acogerte. Está solo y le vendría bien un poco de compañía. No tendrías que hacer nada, porque tiene mucho dinero y tiene gente que le hace todo en casa. Vive junto al colegio, así que tampoco tendrías que madrugar ni caminar tanto todos los días.
-Me parece bien, abuela -dijo Isidoro-. Vendré a verte de vez en cuando.
Isidoro se mudó a casa de aquel señor pensando que se habrían acabado por fin sus problemas. Cuando llegó a su casa, el señor le dijo:
-Bienvenido a tu nuevo hogar, Isidoro. Lo único que te pido a cambio de ofrecerte mi casa es que me hagas compañía, nada más. Podrás seguir yendo al colegio, por supuesto.
A
Isidoro le pareció fantástico y aceptó. Pero tardó poco en arrepentirse. El señor se pasaba todo el día metido en casa, leyendo o mirando por la ventana, y no dejaba que Isidoro se separara de él. Solo el rato que estaba en el colegio podía el niño librarse del señor, que más parecía un carcelero. El único rato que el señor salía de casa era para acompañar al niño al colegio y volverlo a recoger. Y eso que el colegio estaba justo al lado.
-¿Por qué habré dejado a mi familia? -se lamentaba Isidoro.
Un día el niño consiguió meter en su mochila sus cosas sin que le viera el señor y, cuando este creyó que había entrado en el colegio, Isidoro se escapó para volver con su abuela y sus hermanos.
Isidoro volvió a sus tareas en la granja, pero no volvió a protestar. En lugar de ello, se daba más prisa para poder ayudar a sus hermanos mayores, que todavía no se habían recuperado.
-Soy muy feliz abuela -dijo un día Isidoro.
-Pero si ahora has asumido más tareas, Isidoro -dijo la abuela.
-No me importa -dijo el niño-. Resulta que trabajar es muy divertido. Y si eso me permite estar con vosotros, mucho mejor.