Había una vez un niño llamado Lucas que solo tenía dos pares de calcetines. En realidad, tenía más, pero daba lo mismo, porque no se los ponía. A él le gustaban sus calcetines de siempre, y no quería otros. El problema es que, de tanto ponérselos, los calcetines tenían unos agujeros tremendos.
Pero, con agujeros y todo, Lucas amaba sus calcetines. Por la noche los lavaba a mano y los tendía en el tendedero que tenía en el patio de atrás. Al día siguiente se ponía el otro par y recogía el que había lavado la noche anterior para ponérselo al día siguiente. Y así, días tras días.
Todos los que conocían a Lucas habían intentado que entrara en razón. Incluso había decidido regalarle solo calcetines. Le pedía calcetines por Navidad a Papá Noel y a los Reyes Magos, le regalaban calcetines por su cumpleaños, por su santo, por cualquier aniversario… Pero nada. Lucas seguían con sus dos pares de calcetines de siempre.
Así pasaron los días hasta que un día, cuando Lucas fue a recoger calcetines del tendedero, se encontró con que no tenían agujeros. Y eran los de siempre, eso seguro, porque estaban tan viejos que era imposible dar el cambiazo. Lucas los revisó, pero no fue capaz de averiguar lo que había pasado.
-Si no fuera porque es imposible diría que esto es magia -pensó Lucas-. Eso, o estoy loco de remate.
Al día siguiente Lucas se puso sus viejos calcetines. Por la noche los lavó y los tendió. Pero cuando fue a coger los otros para guardarlos para el día siguiente, Lucas vio que estos tampoco tenían agujeros. Los volvió a revisar, pero nada.
Pasaron los días y los calcetines se volvieron a agujerear. Pero el agujero duró poco, porque enseguida había desaparecido.
-Algo pasa mientras los calcetines están tendido -pensó Lucas-. Y voy a averiguarlo. ¿Será un duendecillo? ¿Tendré un hada madrina? ¿Me estaré volviendo loco perdido?
Lucas se pasó esa noche escondido tras una cortina vigilando el tendedero. Al final se quedó dormido. Sin embargo, durante la noche no había pasado nada, porque los calcetines seguían agujereados. Estaba pensando en ello cuando vio a una mujer saltar la tapia del patio.
-¡Abuela! -gritó Lucas-. ¿Qué haces saltando la tapia?
-¡Ni que midiera dos metros, hijo! -dijo la abuela-. No hace falta ser atleta para pasar por encima de esta pared. ¿No ves que me he sentado?
-¿Qué haces aquí? -preguntó Lucas.
-Pues recoger tus calcetines para zurcirlos, chaval -dijo la abuela-. ¿O crees que se arreglaban solos?
Lucas empezó a reírse de buena gana.
-Al final sí que tengo un hada madrina -dijo Lucas. Y le dio los calcetines a su abuela, junto con un buen beso.
Porque a las abuelas hay que besarlas mucho, siempre.