Kai vivía en Berlín Oriental, una ciudad partida en dos por un muro muy alto. Él lo llamaba "el muro gigante", porque para él, con solo seis años, era como una montaña de piedra que no dejaba ver el otro lado. Desde pequeño, Kai siempre había soñado con cruzarlo, pero todos le decían que eso era imposible.
—Un día lo cruzaremos —le repetía su mamá mientras lo abrazaba—. Solo tenemos que esperar.
Al otro lado del muro vivía Sophie, su mejor amiga. Antes de que el muro existiera, jugaban juntos en el parque, corrían por las calles y se reían todo el día. Pero ahora, solo podían mirarse desde lejos, sin hablar ni tocarse.
Kai a veces la veía cuando caminaba con su mamá cerca de la frontera. Desde lejos, Sophie le sonreía y movía la mano. Kai siempre sentía un nudo en el estómago cuando la veía, porque no sabía cuándo podría estar con ella de nuevo.
Una noche fría de noviembre, algo increíble sucedió. Kai estaba en casa, jugando con sus bloques de madera, cuando de repente escuchó una noticia en la radio que lo dejó sin palabras.
—¡El muro puede cruzarse! —dijo una voz emocionada.
Kai corrió a buscar a su mamá, que estaba en la cocina. Ella lo miró, sorprendida, pero luego una sonrisa enorme apareció en su rostro.
—¡Vamos! —le dijo, tomándolo de la mano—. ¡Es nuestra oportunidad!
Salieron corriendo por las calles, como muchas otras personas. Todos parecían sorprendidos, emocionados, ¡y un poco nerviosos!
Cuando llegaron a la frontera, vieron a una gran multitud de gente empujándose para llegar al muro. Los guardias estaban allí, con caras serias, sin saber qué hacer.
Kai miraba con atención a los guardias, esperando que los detuvieran. Entre ellos estaba el señor Schmidt, un hombre que siempre vigilaba la frontera. Kai lo recordaba bien, porque cada vez que intentaba acercarse al muro para ver a Sophie, el señor Schmidt lo apartaba con un gesto firme.
—No hoy, niño —le decía siempre.
Pero esa noche todo era diferente. El señor Schmidt no parecía enojado. En lugar de eso, miraba a la multitud con una expresión extraña, como si no pudiera creer lo que estaba pasando. Y entonces, algo aún más sorprendente ocurrió: ¡las personas comenzaron a cruzar al otro lado! Los guardias simplemente los dejaban pasar.
Kai vio a su mamá sonreír y lo abrazó fuerte. En ese momento, al otro lado del muro, divisó una pequeña figura que le resultaba familiar. ¡Era Sophie! Estaba allí, mirándolo con los ojos muy abiertos y una gran sonrisa en su rostro. Kai la saludó con la mano, emocionado.
—¡Sophie! —gritó, aunque sabía que su voz no llegaría tan lejos.
Pero Sophie ya lo había visto. Con manos temblorosas, empezó a golpear suavemente el muro con una piedra pequeña. Kai, sin dudarlo, hizo lo mismo desde su lado. Pronto, más niños se unieron a ellos, y poco a poco, comenzaron a derribar pequeños trozos del muro.
—¡Lo estamos haciendo! —dijo Kai, riendo.
E
l muro, que durante años había sido fuerte e indestructible, ahora caía poco a poco, pedazo por pedazo. Kai podía ver a Sophie cada vez más cerca. Los adultos también comenzaron a ayudar, y pronto las piedras caían al suelo como si fuera magia.
Justo cuando Sophie y Kai estaban a punto de cruzar los escombros para abrazarse, vieron a los guardias acercarse. Kai tembló, pensando que todo había terminado, pero entonces, para su sorpresa, el señor Schmidt les sonrió.
—Hoy es el día que todos esperábamos —dijo el guardia, mientras con una mano levantaba una piedra y la arrojaba al suelo.
Los otros guardias hicieron lo mismo. Kai no podía creerlo. ¡Los guardias los estaban ayudando a derribar el muro!
Finalmente, no había más muro entre Kai y Sophie. Los dos corrieron y se abrazaron fuerte, sin decir una palabra. Las luces brillaban por todas partes, y la gente cantaba y bailaba. Berlín, por fin, volvía a ser una sola ciudad.
Esa noche, bajo las estrellas, Kai se dio cuenta de algo importante: ningún muro, por más grande que sea, puede separar a las personas cuando el amor y la amistad son más fuertes.