A Álvaro le regalaron un pez y le puso de nombre Liberto.
Al principio lo tuvo en una pecera redonda muy pequeñita. Pero cuando vio al pececillo girando y girando sobre sí mismo, le dio tanta pena que lo cambió a otra más grande. A los pocos días, como seguía viéndolo tristón, lo cambió a otra el doble de grande. Pero su pez no nadaba y apenas comía, así que lo mudó a una pecera el triple de grande.
A pesar de todo, el pececillo se pasaba el día pegado al cristal de la pecera así que Álvaro finalmente tomó la decisión de trasladarlo a un enorme acuario. Lo llenó de plantas naturales para que el pez se sintiera lo más a gusto posible, e introdujo pequeñas rocas y algas para simular el fondo marino.
Pero pronto observó que Liberto seguía igual de apenado. El niño lo quería mucho, así que colocó el acuario en el lugar más soleado del salón y hasta le ponía música cuando se quedaba solo en casa para que el pececito no se sintiera tan triste.
Pero su pez seguía con las aletas gachas y los ojos llorosos. Terminó pensando que el problema sería la comida a base de larvas rojas de mosquitos, así que le dio además alimento rico en yodo con golosinas para peces.
Álvaro no escatimaba en ningún tipo de gasto para Liberto. Pero nada lograba provocar la alegría en el pez. El niño se sentía responsable por ello y un día le preguntó preocupado:
- ¿Qué te pasa pececito?
- Quiero ser libre – le respondió muy sincero.
- Pero aquí tienes de todo, nunca te ha faltado de nada. No tienes que buscarte dónde vivir porque tienes para ti todo un acuario enorme y lleno de plantas – le respondió Álvaro extrañado por su respuesta.
- Yo te lo agradezco, pero aún así quiero ser libre.
- Pero yo te doy de comer la mejor comida, si estuvieras libre tardarías mucho en encontrarla – trató de convencerlo el niño.
- Pero yo quiero ser libre. Ir a donde yo quiera, recorrer los océanos, visitar los arrecifes de coral, tener cientos de amigos de otras especies... Quiero ser libre, Álvaro.
A
lvaro lo introdujo nuevamente en la vieja pecera redonda. Y cuando llegaron a la playa sus papás y él, el niño caminó con ella entre sus brazos hasta que las olas del mar cubrieron sus tobillos. Entonces se agachó y volcó con sumo cuidado el contenido de la pecera.
- Adiós Liberto, que tengas una vida feliz – le deseó el niño.
- Adiós Álvaro, gracias por tu generosidad. Me acordaré siempre de ti – se despidió el pez mientras nadaba por primera vez fuera de la pecera.
Después de aquel día el niño comprendió que la mayoría de las cosas importantes de la vida no se podían comprar. Y con frecuencia regresa a la orilla del mar con la esperanza de volver a ver a su amigo.