Había una vez un perrito que no sabía ladrar. En vez de decir “guau, guau”, como todos los perritos, el animalito decía “miau”, como los gatitos.
El pobre perrito vivía solo en la calle. Los demás perritos no querían saber nada de él porque era diferente. Y las personas tampoco lo querían. ¿Para qué sirve un perro que maúlla?, pensaban todos.
Un día, el perrito que decía miau se encontró con un niño pequeño que se había perdido. El pobre niño lloraba mucho, porque no sabía dónde estaba. El perrito se acercó y le lamió una manita.
Al niño le hizo mucha gracia y le devolvió la caricia rascándole detrás de una oreja. El perrito, muy contento, se puso a ronronear, como hacen los gatitos. Al niño le pareció muy gracioso y siguió con sus caricias.
Después de un rato, aparecieron por allí unas ratas enormes. El perrito las miró con cara de pocos amigos. Pero las ratas siguieron acercándose.
El perrito quería irse corriendo, pero no podía dejar a su amiguito allí solito. Las ratas le harían daño. Así que se armó de valor, se concentró, y dijo:
-¡Guau! ¡Guau!
-Jajajaja! -se rieron las ratas.
El perrito no podía entenderlo. Había ladrado, lo había conseguido, pero las ratas no se asustaron.
El perrito decidió intentarlo otra vez. Se concentró y dijo:
-¡Guau! ¡Guau!i
P
ero las ratas volvieron a reírse.
Muy enfadado, el perrito se puso delante de ellas y, con toda la fuerza que pudo, dijo:
-¡Miauuuuuuuuuu!
Las ratas, asustadas, corrieron sin mirar atrás.
En ese momento llegaron los papás del niño. Al ver lo que el perrito había hecho decidieron llevárselo a casa.
Y así fue como el perrito consiguió un hogar y nuevos amigos que lo valoraban por lo que era. Además, el perrito descubrió que siendo uno mismo se pueden alcanzar grandes metas.