Había una vez un rey que dedicaba parte de su fortuna a ayudar a los más necesitados del reino. Cuando su hijo, el príncipe, se hizo mayor, decidió darle la responsabilidad de administrar el dinero que la familia real donaba a los que más lo necesitaban.
-De esta manera irás aprendiendo el oficio, hijo -le dijo el rey-. Gobernar es un trabajo que conlleva mucha responsabilidad y hay que estar atento a muchas cosas.
El príncipe estaba muy contento. Pero no porque fuera una misión importante, sino porque así podría manejar el dinero a su antojo. Para él lo de ser rey era algo que todavía quedaba muy lejos.
Pronto llegó a oídos del rey que las cosas no iban bien. En los comedores faltaba comida y la que había era mucho peor que la anterior. También había quejas sobre las partidas de leña para calentar las casas y sobre el agua potable que se repartía. Los médicos voluntarios también se quejaban de que no tenían suministros ni medicinas para atender a los enfermos.
Además, llegaban rumores de que el príncipe apenas aparecía por las aldeas.
El rey decidió comprobar por él mismo aquella información. Para ello se vistió de mendigo y fue a la aldea más cercana. Cuando fue a pedir comida le dijeron que no quedaba nada más que un poco de pan duro.
-¿Es de ayer? -preguntó el rey disfrazado.
-Debe de ser de hace cuatro o cinco días -dijo el encargado- pero es lo que nos han traído hoy. Hace tiempo que por aquí no llega pan tierno.
-¿No tienen algo de carne? -preguntó el falso mendigo.
-Últimamente la poca que viene no la quieren ni los perros, pues está en mal estado y llena de bichos -respondió el encargado.
-Veo que tampoco hay leña para encender la chimenea -dijo el rey disfrazado.
-Hace semanas que el rey no envía nada, así que usamos la poca que tenemos para calentar el agua de la sopa -le dijeron.
El rey visitó varias aldeas más. En su viaje pudo comprobar que toda la información que había recibido era cierta. Incluso el rumor de que su hijo no aparecía por las aldeas.
El rey disfrazado decidió esperar en el mismo sitio a ver si su hijo aparecía. Sin embargo, el reparto de víveres y enseres lo hizo otra persona que no conocía. El rey se acercó y le dijo:
-¿Te envía el príncipe?
-
¿El príncipe? -preguntó el muchacho-. Ese ha cogido la mitad del dinero de su padre y se ha marchado. La otra mitad se la ha dado a un tipo para que se ocupe de las obras de caridad. Ese es el que me manda.
El rey mandó llamar a su hijo, pero no lo encontró. Así que lo mandó buscar. Cuando le trajeron su padre le castigó duramente, quitándole sus privilegios y mandándole a vivir con los más pobres.
-Cuando aprendas a valorar lo que tienes y a respetar lo que es de los demás volverás a casa -le dijo el rey-. Porque no me has robado a mí, has robado a los más pobres y a los que no pueden defenderse.
Un año después, el rey llamó al príncipe. Este pidió perdón y prometió ser tan noble, generoso y honesto como su padre. Y lo fue, puede que más que su propio padre.