Había una vez, en un tranquilo y pacífico barrio, una casa muy antigua y misteriosa. Lucas, Martina y Tomás, tres amigos inseparables, observaban la vieja casa con curiosidad y un poco de temor.
—¡Vamos, no podemos echarnos atrás ahora! —anunció Lucas, su voz temblorosa, pero firme.
Martina asintió, sacó su linterna y Tomás siguió a sus amigos.
—Deja de temblar, Tomás, que no es para tanto —dijo Martina.
—Yo no tiemblo —dijo Tomás.
—Entonces, ¿por qué no deja de moverse la luz de tu linterna? —dijo Martina.
—No te preocupes, compañero, que todo va a ir bien, mientras estemos juntos —dijo Lucas.
Una vez dentro, la casa parecía enorme, oscura y llena de sombras. Los amigos y exploraron todas las habitaciones.
—Mira esto —susurró Martina, sacando un mapa viejo y polvoriento de un cajón—. Creo que nos llevará hasta el tesoro de Samuel, el fantasma. ¡Imaginad todas las joyas y monedas de oro que podríamos encontrar!
Los ojos de Martina, Lucas y Tomás se iluminaron ante la idea de encontrar un tesoro lleno de riquezas
Con esa ilusión, y con una mezcla de curiosidad, miedo y valentía, los tres amigos comenzaron a seguir las pistas del mapa.
La primera los llevó a un viejo jardín oculto tras la casa, cubierto de enredaderas y con un viejo columpio colgando de un árbol enorme. Debajo del asiento del columpio, encontraron una pequeña caja de madera.
—Deberíamos abrirla —sugirió Lucas.
Dentro de la caja, hallaron una foto antigua y descolorida de un niño de su edad, sonriendo frente al mismo columpio. En parte trasera de la foto, una inscripción decía: "Samuel, Verano de 1922".
—Parece que este era Samuel, antes de convertirse—murmuró Martina, pasándole la foto a Tomás. —Era un niño, como nosotros.
La siguiente pista los llevó a un pasadizo secreto que conducía a una biblioteca olvidada, cubierta de polvo y llena de libros viejos. Mientras Lucas y Tomás limpiaban el polvo de los estantes, Martina encontró un diario oculto detrás de un libro.
Dentro del diario, Samuel había escrito sobre sus aventuras y sueños, sus esperanzas y miedos. Hablaba de su deseo de viajar por el mundo, de su amor por los rompecabezas y acertijos, y de la soledad que sentía a veces.
—Samuel era como nosotros —dijo Lucas, sus ojos brillantes con emoción. —Era un aventurero, un soñador.
Tomás asintió, y juntos, decidieron que harían todo lo posible por ayudar a Samuel, por liberar su espíritu y hacerle saber que no estaba solo.
La última pista del mapa llevó a los tres amigos a un sótano secreto. Allí encontraron un cofre antiguo, cerrado con un candado.
—Mirad, hay un montón de acertijos por aquí —dijo Martina—. Si los resolvemos seguro que conseguimos abrir el cobre.
Tras varias horas resolviendo enigmas, los tres amigos consiguieron abrir el candado.
Dentro del cofre, no había oro ni joyas, sino decenas de cartas antiguas, todas escritas a Samuel por amigos de todos los rincones. Las cartas estaban llenas de recuerdos felices y palabras de amistad.
—Este... este era su tesoro, el famoso tesoro de Samuel —murmuró Tomás, con una sonrisa triste.
Al liberar las cartas, un viento cálido sopló por el sótano. El fantasma de Samuel apareció, sonriendo.
—Gracias —susurró, antes de desvanecerse, dejando la casa tranquila y llena de luz.
Lucas, Martina y Tomás salieron de la casa, con las cartas de Samuel.
Ese día aprendieron que el verdadero tesoro no era el oro o las joyas, sino la amistad y los recuerdos compartidos. Y aunque entraron en la casa como amigos, salieron como hermanos, unidos por la increíble aventura que habían compartido.
Y aunque Samuel se había ido, su espíritu de amistad y aventura seguía vivo en los tres amigos. Desde aquel día, siempre recordarían la valiosa lección que aprendieron en la encantada casa: la amistad es el tesoro más valioso de todos. Y vivieron aventuras juntos, por siempre.