En un bosque lejano se encontraban Lidia y Martín, dos hermanos aventureros que se habían ido en busca del tesoro legendario del que hablaban las leyendas de su aldea. Habían pasado varias horas de recorrido en el frondoso bosque y tenían una sola meta: encontrar un tesoro perdido.
No era fácil hallar algo así pues a decir verdad aquel objeto inimaginable era solo una leyenda.
Martín, tras haber caminado por más tiempo del que pensaba, se sentó en un tronco, soltando un bufido algo desesperado. ¡Estaba muy emocionado por encontrar aquel tesoro! Sin embargo, no habían hallado absolutamente nada, ni una sola pista.
— ¡Martín! ¡Vamos, levántate! – exclamó Lidia.
Martín negó con la cabeza, dispuesto a quedarse allí hasta que Lida desistiera de la idea de seguir adelante.
—Quiero volver a casa —dijo Martín.
—No podemos rendirnos ahora —dijo la niña—. ¡Vamos, seguro que está muy cerca!
Cuando Martín escuchó la voz emocionada de Lidia y la observó señalándole un camino, se sintió mucho mejor y se animó de nuevo. Sus ojos se abrieron de par en par al ver un pequeño destello de luz asomarse por las ramas de los árboles. No dudó en correr hacia lo que parecía ser el tesoro.
Cuando llegaron al destino se encontraron con una bella flor, que resplandecía el lugar con su mera presencia. Era tan hermosa que los niños quedaron maravillados al verla.
— ¡Hay que llevarla y mostrarla al pueblo! – se apresuró a decir Martín— ¡Todos verán que encontramos al tesoro perdido! ¡Es esta flor, estoy seguro!
Lidia miró a la planta con preocupación, y se negó.
— ¡No podemos hacer eso, Martín! —exclamó la niña—. Si arrancamos la planta podría morir.
Los niños empezaron a discutir. Finalmente, Martín entró en razón. Si arrancaban la flor seguramente dejaría de brillar y se moriría.
—Es una pena, que tengamos que volver si tener alguna prueba de que encontramos el tesoro —dijo Martín, desanimado.
—Pero la planta no se va a mover de aquí —dijo Lidia.
E
staban a punto de irse cuando vieron que la luz que emanaba de la planta se intensificó. Los niños se acercaron un poco más. Vieron que de la flor había salido un pequeño cofre. Dentro había piedras preciosas de todos los colores que brincaban como si tuvieran vida propia.
Los niños abrieron las manos y varias piedras saltaron hacia ellas. Cuando tuvieron las manos llenas, el cofre se cerró y desapareció, al tiempo que la flor se apagaba.
Un cervatillo que andaba por allí les dijo:
—Habéis hecho bien, chiquillos. Habéis respetado la flor y esa os ha recompensado. Así es la madre naturaleza: si cuidas de ella y la respetas, ella te ofrece grandes dones a cambio.
Los niños volvieron felices a la aldea con el tesoro, que compartieron con todos los vecinos para convertir su aldea en un lugar mucho mejor para todos.