En una pequeña cabaña en un claro que se abría en medio de un frondoso bosque vivían dos hermanos, Hugo y Martina, junto a sus papás.
A pesar de vivir alejados de la civilización, Hugo y Martina eran muy felices allí. Tenían un perro, al que llamaban Ramsés, que les acompañaba a todas partes.
Los padres de Hugo y Martina se dedicaban a recoger flores, bayas, semillas, hierbas y raíces para la elaboración de remedios naturales y ungüentos curativos. Gentes de todas partes acudían a su casa en busca de alguna solución para sus males. Cada uno pagaba con lo que tenía.
Muchas veces, Hugo y Martina ayudaban a sus padres a buscar los ingredientes que necesitaban para hacer las preparaciones..
Un día, mientras buscaban unas raíces cerca del arroyo, oyeron a sus padres hablar. Pero desde donde estaban no eran capaces de entender lo que decían, pues hablaban muy bajito.
—Parece que están tras esos arbustos —dijo Hugo.
—¿Qué estarán diciendo? —preguntó Martina.
—Vamos a acercarnos muy despacio a escuchar —dijo Hugo.
Los dos niños se agacharon y, sigilosamente, se acercaron y se colocaron junto al arbusto. Ramsés también se arrastró hasta allí, sin hacer ruido.
Lo que escucharon les entristeció mucho. Hasta Ramsés estaba afectado.
—Tenemos que ayudarles —dijo Hugo.
—Si encontramos ese tesoro seguro que todo se solucionará —dijo Martina.
Ese día los dos niños hicieron los preparativos y, al día siguiente, se marcharon, justo cuando salía el sol, junto a Ramsés, que no les quitaba ojo de encima.
Caminaron durante horas en dirección al sol, tal y como le habían oído decir a sus padres. Por el camino no encontraron a nadie a quien poder preguntar, así que no sabían muy bien dónde estaban y tampoco a dónde se dirigían.
Al mediodía se sentaron a descansar. Mientras abrían el hatillo donde llevaban la comida, un conejito se les acercó y les preguntó:
—¿Dónde vais tan solos, pequeños?
—No vamos solos —contestó Martina—. Ramsés está con nosotros.
El conejito miró al perro, que se había puesto muy serio y le miraba desafiante. Parece que a él le extrañó tanto como a los niños escuchar a un conejo hablar.
—¿Buscáis algo, verdad? —preguntó el conejito.
—Sí, un tesoro perdido que se encuentra en algún lugar en esta dirección —dijo Hugo.
—Entonces, ¿conocéis la leyenda? —preguntó el conejito.
—Oímos hablar a nuestros padres, pero no sabemos mucho sobre ese tesoro —dijo Martina.
—Ni siquiera sabemos cómo es —dijo Hugo.
—Solo un corazón puro que tenga buenas intenciones podrá acceder al tesoro —dijo el conejito.
—¿Sabes dónde está? —preguntó Martina.
—No está en ningún sitio —dijo el conejito.
Hugo y Martina se miraron entre sí. Estaban a punto de romper a llorar cuando el conejito les dijo:
—Es el tesoro el que sale al encuentro de quien lo merece.
—Gracias, conejito —dijo Martina—. Seguiremos buscando entonces, a ver si el tesoro quiere cruzarse en nuestro camino.
En ese momento los niños vieron una luz de colores surgir del suelo, por detrás de unos arbustos. Hugo, Martina, Ramsés y el conejito se acercaron a ver qué era.
Con cuidado se abrieron paso entre los matorrales y descubrieron una hermosa flor. Sus pétalos, cerrados sobre sí mismos, se abrían cuidadosamente, dejando salir aquella luz que atrajo a decenas de animalillos al lugar.
—¡El tesoro! —exclamó el conejito.
Hugo y Martina se acercaron a la flor. Entre sus pétalos había unas cuentas de colores.
—¡Seguro que es esto, Hugo! —exclamó Martina—. Si lo cogemos todo y nos lo llevamos llegaremos a la hora de cenar.
—La flor no nos dejará coger las cuentas, hermanita —dijo Hugo.
—Entonces deberíamos arrancar la flor —dijo Martina.
—¡No! —gritó Hugo—. Se apagará y, entonces, puede que ya no sirva para nada.
—Tienes razón —dijo la niña—. ¿Qué hacemos entonces?
—Deberíamos ir a buscar a papá y a mamá y decirles que hemos encontrado el tesoro —dijo Hugo.
—¿Y si viene alguien y se lo lleva? —preguntó Martina.
—No creo que pase algo así —dijo el niño—. Recuerda lo que ha dicho el conejito: el tesoro busca a quien lo merece.
Los niños agradecieron al conejito la ayuda y se despidieron de él.
Cuando llegaron a casa, sus padres les recibieron muy preocupados.
—¿Dónde habéis estado, hijos? —preguntó su madre.
—¡Hemos encontrado el tesoro! —dijo Martina.
—¡Sí, el tesoro del que hablabais esta mañana, el que decíais que solucionaría vuestros problemas! —exclamó Hugo.
—No es posible, este tesoro no se encuentra tan fácilmente —dijo su padre.
—Lo sabemos —dijo Hugo—. Sale al encuentro de quien lo merece. Y nosotros lo hemos visto. Mañana os llevaremos hasta él.
—No lo trajimos porque es una flor llena de cuentas de colores de las que sale una hermosa luz—explicó Martina—. Las cuentas no se podían coger sin dañar la flor. Y no quisimos arrancarla, para no estropearla.
En ese momento vieron la misma luz de colores que habían contemplado tan solo unas horas antes, esta vez, en claro del bosque, a escasos metros de donde se encontraban.
Los niños, sus padres y Ramsés se acercaron a la luz. Allí estaba la flor, la misma flor.
—Hicisteis bien en no arrancarla ni dañarla —dijo su madre—. El tesoro de esta flor es su luz.
La madre de Hugo y Martina colocó sus manos sobre la flor. Todo su cuerpo empezó a brillar y todo el bosque se fue iluminando, poco a poco. Los niños, su padre, el perro y todos los animalillos que por allí estaban también empezaron a brillar.
Tras unos minutos la luz se fue apagando poco a poco, hasta desaparecer por completo. Solo un tímido destello de brillo en los ojos de los niños, de sus padres y de Ramsés les recordaba que aquello había sido real.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Martina.
—Hace tiempo encontré esta flor y compartió conmigo su tesoro —explicó la madre de los niños—. Su luz es la que me ayuda y me guía en la preparación de los remedios y ungüentos sanadores. Pero llevo tanto tiempo haciéndolos que estaba empezando a perder facultades. Ahora podremos seguir ayudando a la gente, gracias a vosotros.