Ignacio estaba cenando tranquilamente con su familia. Era una noche lluviosa y de tormenta. La lluvia golpeaba con fuerza los cristales. Los rayos iluminaban la noche con una fuerza que a Ignacio le parecía sobrenatural. Apenas habían pasado unos segundos cuando un trueno ensordecedor rompía la noche.
-La tenemos casi encima -decía el padre de Ignacio.
-¿No te da miedo? -preguntó Ignacio.
-No, hijo -dijo su padre-. Adoro las tormentas. Somos grandes amigas.
Al principio Ignacio estaba asustado y no entendía nada. ¿Cómo podía su padre adorar aquello? Los truenos eran tan fuertes que parecía que el cielo explotaba en mil pedazos. Y las luces que lo anunciaban, cegadoras, dejaban al muchacho completamente petrificado.
Pero después de un rato, la luz y el sonido parecieron integrarse en su cabeza como si formasen parte de su mente.
Cuando Ignacio se fue a dormir todavía no había cesado la tormenta. Conciliar el sueño así no parecía posible, así que se acercó a mirar por la ventana.
De pronto, Ignacio sintió el irremediable deseo de sentir el aire frío de la noche sobre su cara, el frío de la lluvia sobre su piel. Sin pararse a pensarlo, Ignacio abrió la ventana. Justo en ese momento un rayo impactó sobre su reloj.
A la mañana siguiente Ignacio apareció tirado en el suelo. Se despertó confundido. No sabía qué había pasado.
El día había amanecido claro y soleado y a Ignacio le costó recordar lo que había pasado la noche anterior. En realidad, no sabía cómo había acabado en el suelo.
Fue a lavarse la cara, a ver si así se despejaba. Y entonces ocurrió. Cuando fue a abrir el lavabo las manos se le llenaron de fuego. Ignacio intentó apagarlo debajo del grifo, pero no lo consiguió.
Salió corriendo de casa y se metió de cabeza en la fuente que había frente a su casa. Pero las manos seguían ardiendo. De pronto Ignacio se dio cuenta de que el fuego no le quemaba. Se miró las manos y el fuego desapareció.
Todo el vecindario le miraba. Pero él se hizo el loco y volvió a casa como si no hubiera pasado nada.
-¿Qué ha pasado, Ignacio? -preguntó su padre.
-No te lo vas a creer, pero esta mañana tenía las manos ardiendo, con fuego -dijo Ignacio-. No podía apagarlo, así que me tiré de cabeza a la fuente. Pero lo más curioso es que el fuego no me quemaba. Y, mira, no tengo ni una sola quemadura.
-Anoche te llamó la tormenta y abriste la ventana, ¿verdad? -dijo su padre.
-¿Cómo lo sabes? -preguntó Ignacio.
Entonces su padre le mostró las manos en llamas.
-
Ha llegado tu momento -le dijo-. Esto es algo común en nuestra familia, aunque a ti te ha pasado mucho antes de lo normal. Enhorabuena, hijo, ahora eres Ignatius, el amor del fuego.
El padre de Ignatius le enseñó a dominar el fuego y otra serie de dones que había obtenido tras la tormenta.
-Ya estás listo -le dijo un día su padre-. Ahora puedes aprovechar tu don para hacer el bien. Pero recuerda, si lo utilizas para hacer el mal el fuego te consumirá desde dentro y morirás.
-Ya, vale, pero ¿dónde está mi traje de superhéroe? -preguntó Ignatius-. No esperarás que vaya por ahí en vaqueros y camiseta.
-Has visto muchas películas ¿eh? -dijo su padre.
-También he leído muchos cómics -dijo Ignatius-. ¿Tengo traje o no?
-Pues claro, hombre, por supuesto -dijo su padre-. Solo te estaba tomando el pelo.
Y así fue como Ignatius, el amo del fuego, empezó su carrera de superhéroe.