Una tarde, una niña llamada Maite caminaba por un sendero de piedrecitas en dirección a su casa. Un camino por el que apenas pasaba nadie ya que era imposible hacerlo en tractor, vehículo que usaba casi toda la gente del pueblo.
De repente, a un lado del sendero Maite se encontró una piedra verde que le deslumbró. Su color y su brillo le llamaban poderosamente la atención. Al acercarse un poco más, pudo comprobar que se trataba de una de las piedras que había estudiado en su última clase de naturales. Era una esmeralda perfectamente tallada y que parecía haber estado ensartada en una joya. Le dio mucha pena dejarla allí bajo el sol y la lluvia y decidió llevársela a casa y buscar a su dueño para poner devolvérsela.
Justo en el momento en el que Maite guardó la esmeralda en el bolsillo de su pantalón, un pequeño gnomo salió de detrás de un árbol.
– ¡Muy buenos días, Maite!- le dijo muy contento el pequeño ser.
La joven se quedó tremendamente sorprendida, ya que pensaba que los gnomos solo existían en los cuentos. Tenía el tamaño de un bonsái y las orejas puntiagudas.
– Muchas gracias por haber encontrado mi esmeralda. Es la pieza que me falta en mi gorro y, sin ella, no puedo volver a mi casa.
Le explicó que le hacía falta llevar cuatro piedras en su gorro para que se abriesen las puertas de su casa: un rubí, una amatista, una esmeralda y un zafiro. Como agradecimiento por haber guardado aquella valiosa piedra preciosa, el gnomo invitó a Maite a conocer tu cabaña.
En ella guardaba todo tipo de piedras preciosas y maravillosos tesoros. Le contó que cada cosa le recordaba a una aventura que había vivido en su vida. Un reloj de oro de cuando venció a su primer troll, un paraguas de plata de cuando ayudó a sus vecinos a que la lluvia no estropease la cosecha o un gran libro donde iban apuntando los nombres de todos los miembros de su familia. A Maite le pareció tan fascinante aquella cabaña que, desde entonces, todas las semanas iba a visitar a su amigo el gnomo.