Había una vez un pequeño duendecillo al que le aburría mucho trabajar. Así que demoraba las tareas todo lo que podía. De ese modo iba dando tumbos de trabajo en trabajo, porque ninguno le gustaba.
Al ver que trabajaba poco, los duendes que vivían con él le dijeron que si no se ponía las pilas y empezaba a trabajar más tendría que buscarse otra casa.
Al día siguiente, el pequeño duendecillo empezó un nuevo trabajo. El duende jefe, que sabía cómo era el duendecillo, le advirtió que no iba a tolerar tonterías.
Al principio, el duende jefe le daba pequeños trabajos, para que se fuera acostumbrando. Y poco a poco le fue dando otros más largos y complicados. El pequeño duendecillo empezó haciéndolo bien, pero cada vez le costaba más trabajo.
El pequeño duendecillo se esforzaba para no caer en la tentación de no demorar las partes del trabajo más duras, porque no quería que le despidieran, ni mucho menos quedarse sin hogar. Aun así, nunca llegaba a tiempo y entregaba tarde las tareas. Y, para colmo, cada vez tenía más trabajo.
El duende jefe le regañaba y le decía que tenía que esforzarse más y, sobre todo, organizarse mejor.
Un día llegó una tarea muy importante. Y el único que podía hacerla era el pequeño duendecillo.
El duende jefe llamó al pequeño duendecillo y le dijo:
—Tienes que llevarle esta carta a la Abeja Reina. Si la carta no llega a tiempo todo nuestro bosque desaparecerá. Tienes hasta mañana a las 6 de la tarde para entregársela. El destino de todos está en tus manos.
El pequeño duendecillo pensó que era una tarea muy sencilla y se alegró de poder hacer algo diferente. Así que cogió la carta y se marchó.
Como le pareció que tenía tiempo de sobra, el pequeño duendecillo se fue a casa a relajarse. Y se quedó dormido. Cuando se despertó ya había amanecido.
Aun así tenía todavía todo el día para entregar la carta, así que decidió desayunar con calma. A media mañana salió en busca de la Abeja Reina.
Caminó y caminó, pero no encontraba a la Abeja Reina por ninguna parte. El pequeño duendecillo estaba muy asustado.
Faltaba solo una hora para entregar la carta, pero la Abeja Reina seguía sin aparecer. Entonces miró el sobre y se dio cuenta de que estaba en el lugar equivocado.
E
l pequeño duendecillo corrió todo lo que pudo. Dieron las seis, y aún no había llegado. Estaba cerca, pero ya habían dado las 6. Cuando llegó a su destino habían pasado treinta minutos de la hora límite.
Y allí estaba la Abeja Reina. Y el duende jefe. Ambos con cara de enfado. Pero el bosque no había desaparecido.
—Lee la carta, por favor —le dijo la Abeja Reina al pequeño duendecillo.
El duendecillo obedeció. Y entendió lo que había pasado.
Aquello no fue más que una prueba para que aprendiera la lección. Una lección que aprendió muy bien, porque desde entonces no se volvió a retrasar en sus tareas. Si algún día el bosque estuviera en grave peligro, el pequeño duendecillo llegaría a tiempo para evitarlo. De eso no le cabía duda a nadie.