Renata era una niña muy patosa. A pesar de que intentaba hacer las cosas con cuidado, Renata no daba pie con bolo. No había día que le pasara algo. Era raro el día que no se caía por la calle y se llevaba algo por delante. Y con frecuencia las cosas se le escurrían entre las manos y caían al suelo, preparando un buen desastre.
Además, era un habitual que Renata metiera la pata con sus palabras. Unas veces hacía mucha gracia, pero no era raro que descubriera algún secreto o que ofendiera a alguien con lo que decía.
Renata era consciente de todo ello, y se sentía muy avergonzada. Sobre todo cuando se reían de ella. Además, se daba cuenta de que la gente no quería estar con ella y que solo se acercaban para hacerla tropezar o para que le pasara algo que hiciera reír a todos.
Cansada ya de ser el centro de las guasas de todos, Renata decidió escaparse.
—No volveré hasta que deje meter la pata constantemente —dijo Renata para sí. Y se marchó.
Renata caminó durante horas hasta que llegó a un bosque cercano. Había oído que allí vivía una bruja que podía conseguir cualquier cosa.
Pero cuando llegó al bosque, Renata no sabía por dónde empezar a buscar. Y no había nadie a quien preguntar. Así que caminó y caminó, adentrándose en el bosque, hasta que cayó la noche.
—¡Qué hambre tengo! —exclamó Renata.
—Puedo compartir contigo mi comida y mi agua dijo alguien.
—¿Quién anda por ahí? —preguntó Renata, muy asustada.
—Mira hacia arriba —dijo la voz.
Renata miró hacia arriba y descubrió una figura algo extraña. Era una mezcla de niña, mona y pájaro.
—Me llamó Lucinda —dijo la criatura. Y bajó del árbol.
—¿Qué eres? —preguntó Renata.
—Era una niña, como tú, hasta que conocí a la bruja del bosque —dijo Lucinda, mientras le daba a Renata algo de comer y un poco de agua.
Lucinda le contó a Renata su historia:
—Todos se reían de mí porque tenía la cara un poco rara. Vine a ver a la bruja para que me arreglara y esto es lo que me hizo. Le he pedido que me devuelva mi cara, pero me ha dicho que hasta que no vea alguien que no se ría de mía no me la devolverá.
—Yo no me he reído —dijo Renata.
Entonces podré ir a verla —dijo Lucinda—. ¿Cuál es tu historia?
—Me llamo Renata, y siempre meto la pata dijo Renata—. Me tropiezo, tiro las cosas, rompo todo lo que tengo delante y digo cosas muy desafortunadas. Todos se ríen de mí y la gente no quiere estar conmigo. Quería que la bruja me arreglara.
—Pues a mí me parece que no hace falta dijo Lucinda—. Te he observado desde que entraste en el bosque y no te he visto tropezar ni estropear nada. Ni siquiera se te ha caído lo que te he dado ahora.
—¡Es verdad! —exclamó Renata—. ¿Qué hago ahora?
—Acompáñame a ver a la bruja y nos iremos juntas de aquí —dijo Lucinda.
Renata accedió a acompañar a Lucinda, pero no le dijo nada a la bruja de su problema. Incluso aunque siguiera siendo una patosa al salir del bosque, eso era mejor que quedar convertida en un ser extraño.
Renata regresó y volvió a su vida normal. Y, aunque seguía metiendo la pata de vez en cuando, cada vez le pasaba menos. Y cuando los demás se reían por algo que había hecho, ella se reía también. Al fin y al cabo, si era divertido para los demás, ¿por qué no debía ser divertido también para ella?
Y así, poco a poco, Renta fue metiendo menos la pata. Y cuando se sentía desgraciada, se acordaba de la bruja del bosque y de que, aunque solo fuera por día, había sido capaz de no ser tan patosa. Solo tenía que prestar atención a las cosas.