Había una vez un pequeño jardín en el que crecían varias flores. Había margaritas, tulipanes y un girasol. También había un cactus.
Todas las flores se lucían sus colores con orgullo, mientras se reían del cactus.
-Eres tan feo y tan pobre que, en vez de flores, tienes espinas -le decían.
El cactus se sentía triste al oír a sus compañeras, pero no podía hacer nada. Al fin y al cabo, él era así.
Cuando llovía todas las flores decían:
-El agua para nosotras, que el cactus no la merece, pues no tiene flores.
El agua alimentaba a las flores con mucho interés. Todas las gotas se esforzaban por caer cerca de las flores. Las que llegan al cactus se sentían desdichadas, pero no les quedaba más remedio que aguantarse.
Pero llegó el verano. Dejó de llover, y solo de vez en cuando alguien se acordaba de regar a las pobres flores, que se sentían cada vez peor, sedientas y resecas.
-¿Por qué tú estás tan lozano y tan hermoso? -le preguntaban las flores al cactus.
-Yo sí tengo agua -respondía el cactus-. Mis raíces son largas y pueden encontrar agua muy abajo. Y puede retener mucha agua en mi cuerpo.
-¡Ojalá nosotras también pudiéramos hacer eso! -exclamó una margarita.
-Puedo intentar compartir agua con vosotras, si queréis -dijo el cactus.
-¿Lo harías, después de lo groseras que hemos sido contigo? -preguntó el girasol.
-No me gustaría perderos, a pesar de todo -dijo el cactus.
E
l cactus se esforzó mucho para compartir parte del agua que había almacenado con sus compañeras. Todas se lo agradecieron mucho. Desde entonces, cuando llueve, todas las flores le dicen a la lluvia:
-No os olvidéis del cactus. Es nuestro amigo.
Y un día, sin que nadie lo esperara, al cactus le salió una preciosa flor amarilla, como si fuera un coqueto sombrerito, alegrando su cuerpo verde y lleno de espinas.
Todas las flores aplaudieron de alegría. Y en el jardín se organizó una gran fiesta.
Y así vivieron felices en el jardín, las margaritas, los tulipanes, el girasol y el cactus.
