HabÃa una vez un tipo que se creÃa muy listo, al que todos llamaban don Perolongo. Don Perolongo habÃa plantado mil perales en sus tierras. Pero como cuidarlos le daba mucho trabajo, ideó un plan para ganar mucho dinero con los perales sin apenas trabajar.
Don Perolongo puso sus perales a la venta muy baratos: una moneda de oro cada uno. Pronto se corrió la noticia y llegaron a sus tierras muchas personas dispuestas a comprar los árboles.
Don Perolongo colocó un pequeño puesto a la entrada de sus tierras y los vendió todos en cuestión de horas, con lo que recaudó mil monedas de oro.
Pero cuando los compradores quisieron entrar a coger los árboles que habÃan comprado, se encontraron que estos estaban aún plantados en la tierra.
—Pueden alquilar las herramientas para sacar los árboles de la tierra por tan solo una moneda de plata —anunció don Perolongo a los compradores.
Todos los compradores protestaron, pero si querÃan llevarse los perales no tendÃan más remedio que pagar por alquilar las herramientas. Y eso hicieron. Asà que don Perolongo consiguió mil monedas de plata.
Cuando los compradores habÃan desenterrado los árboles se dieron cuenta de que para sacarlos de las tierras de don Perolongo necesitarÃan al menos un carro, ya que los que ellos llevaban los habÃan dejado fuera, tal y como les indicó don Perolongo.
—Pueden ustedes usar mis carros y mis caballos para sacar los árboles por el módico precio de una moneda de cobre —dijo don Perolongo.
Una vez más se escucharon las protestas de los compradores. Y una vez más, esto pagaron lo que se les pedÃa para poder llevarse los perales que habÃan comprado y que habÃan desenterrado. Y don Perolongo consiguió mil monedas de cobre.
Cuando todos los compradores se fueron, don Perolongo se frotó las manos. HabÃa conseguido muchas monedas. Pero lo mejor es que el negocio no habÃa terminado todavÃa. Todos los compradores habÃan firmado un contrato de compra por los árboles que ocultaba el auténtico y verdadero negocio que habÃa ideado.
Meses después, don Perolongo cogió el más grande de sus carros y fue visitando a todos los que le habÃan comprado los perales reclamando su parte.
—Puedes darme las peras o pagarme una moneda de oro por quedártelas —les decÃa.
—Y eso ¿por qué? —iban preguntando, uno a uno, los comerciantes.
A todos les respondÃa lo mismo:
—Te vendà los perales, no las peras, y asà consta en el contrato que firmaste.
Unos le daban las peras, otros la moneda. Otros llegaron a un acuerdo: la mitad de las manzanas y una moneda plata.
Y asà don Perolongo consiguió 500 monedas de oro, 300 monedas de plata y, además, 200 monedas de cobre al vender las peras que habÃa recogido.
Don Perolongo se frotó las manos una vez más viendo todo lo que habÃa conseguido. TendrÃa bastante hasta la siguiente temporada.
Sin embargo, cuando llegó de nuevo el momento de cosechar las peras, los compradores se plantaron y le dijeron que no.
—Pero el contrato…-protestó don Perolongo.
—Llevaremos el caso ante el ministro de justicia, porque no estamos de acuerdo —dijo uno de los compradores en nombre de los demás.
Y eso fue lo que hicieron.
Fueron todos en procesión hasta el palacio de justicia, donde el ministro les estaba esperando.
—Veamos, ¿qué pasa aqu� —preguntó el ministro.
Don Perolongo explicó lo que pasaba.
—Vendà unos perales, pero no las peras que dieran en el futuro. El primer año me pagaron por las peras, pero ahora no quieren seguir pagando.
—Estudiaré el caso —dijo el ministro.
Una hora después, el ministro salió de su habitáculo y dijo:
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€”Según don Perolongo el contrato solo incluÃa la venta del árbol, y no de sus frutos. Él reclama que se le den o paguen dichos frutos. Sin embargo, puesto que las personas que los cultivan tienen que albergar, alimentar y cuidar los árboles, sentencio que don Perolongo deberá pagar por ello. En primer lugar, una moneda de plata al año por el alquiler de la tierra donde crecen los árboles. Y en segundo lugar, una moneda de oro por el cuidado y la alimentación de cada árbol.
Y asà don Perolongo se encontró que su gran negocio no solo no le habÃa salido bien, sino que, además, le iba a salir muy caro.
Afortunadamente, los comerciantes llegaron a un acuerdo: ellos se quedarÃan con las manzanas y no le cobrarÃan nada más a don Perolongo. Este aceptó y se volvió rápidamente a sus tierras a plantar más árboles con lo que poco que le quedaba y empezar a trabajar para ganar dinero honestamente.
Ese mismo dÃa don Perolongo aprendió que no se puede ir por la vida engañando a la gente, contando medias verdades y abusando del trabajo ajeno. Si no hubiera sido por la buena fe de aquellas personas, ahora estarÃa arruinado y en la calle. Y por eso decidió que, a partir de entonces, emplearÃa su inteligencia y su astucia en ayudar a los demás y a luchar por los que no eran tan listos y astutos como él, para que nadie más pudiera engañarlos de nuevo.