El profesor Albertstein estaba muy orgulloso de su invento. Tras años de investigación y experimentación había conseguido construir el primer robot inteligente del planeta. Lo hasta entonces había sido solo ciencia ficción se había convertido en realidad. Por fin, una máquina inteligente podría ayudar a solucionar los graves problemas que amenazaban el planeta y a la humanidad.
Filipo Tropencis, su ayudante, había estado a su lado durante todo el proceso. Había sido emocionante asistir al nacimiento de tan maravilloso invento. Pero Filipo Tropencis estaba disgustado. Muchos de los fallos habían sido resuelto por él y muchos los avances habían sido fruto de sus ideas y de su trabajo. Pero su nombre no aparecía por ningún sitio. Las noticias no hablaban de él y todo el mérito se lo atribuían al profesor Albertstein.
-Todo el mundo sabe que sin ti yo no hubiera podido acabar este invento, Filipo -le decía el profesor Albertstein-. Y sabes que compartiré las ganancias contigo, como te prometí.
Pero a Filipo el dinero le importaba poco. Él quería reconocimiento y fama. Él quería gloria, pasar a la historia. Y eso no iba a ser posible mientras el profesor Albertstein fuera el único reconocido por todos. Así que ideó un plan.
Filipo Tropencis dejó que pasaran las semanas y que se construyera el primer ejército de robots para ponerlos a prueba en misiones terrestres. Cuando el ejército estuvo listo, Filipo Tropencis remotamente instaló un virus de origen indetectable en los robots para que hicieran lo que él les pedía.
Esa misma noche, mandó a los robots que salieran del almacén y que se dirigieran a la ciudad más próxima. Al mismo tiempo, alertó de manera anónima de que los robots se habían vuelto locos y que iban a atacar a la población.
En cuanto esto se supo toda la población huyó despavorida. Y cuando los robots rodeaban la ciudad, apareció Filipo Tropencis para arreglar el problema.
-En cuanto lo arregle seré un héroe -pensó Filipo Tropencis.
Pero algo salió mal. Filipo Tropencis no era capaz de acceder a los sistemas y controlar a los robots.
-¡Oh, no! -exclamó-. El virus que he instalado debe de haber inutilizado el acceso que iba a emplear.
El profesor Albertstein lo oyó y le preguntó:
-¿Se puede saber qué es lo que has hecho?
-Solo quería ser reconocido -dijo Filipo Tropencis-. Pensé que si salvaba a la población arreglando un pequeño fallo de los robots…
-¡Insensato! -dijo el profesor Albertstein-. ¡Dejaste una puerta trasera abierta en la programación para poder interferir! ¡Y si lo hubiera descubierto un hacker! Y, ¿mira lo que ha pasado?
-Nunca quise que atacaran, profesor -dijo el joven ayudante-. Pero el virus debe haber mutado o algo así.
Al final no quedó más remedio que acabar por la fuerza con los robots. Y cuando un análisis previo descubrió que los robots habían sido manipulados saltó el escándalo.
-Has tirado por la borda el trabajo de muchos años, Filipo -dijo el profesor Albertstein.
-Lo sé, profesor -dijo Filipo-. Contaré lo que ha pasado.
Filipo Tropencis confesó su artimaña y pidió perdón. Pero se comprometió a revisar los robots para que nadie pudiera volver a manipularlos jamás.
Filipo Tropencis consiguió lo que quería y se hizo famoso, aunque no por los motivos que él hubiera deseado, lo cual no le hacía nada feliz. Ahora todo el mundo lo conocía por su error y su mala fe, a pesar de que estaba entregado en cuerpo y alma a solucionar el problema.