Marcelo miraba por la ventana, como todas las noches, esperando ver aparecer una nave extraterrestre en el patio de su casa. Estaba seguro de que, algún día, aparecería alguna.
Una noche, cuando estaba a punto de caer rendido de sueño, una pequeña nave aterrizó sobre el punto rojo que Marcelo había dibujado en el patio justo para eso.
Marcelo saltó de la cama, se calzó y salió a ver quién salía de la nave. Era una nave muy pequeña, no más grande que un juguete.
Mientras Marcelo miraba, la parte superior de la nave se abrió y salió un extraterrestre. Era verde, calvo, con dos grandes ojos negros y… mascarilla.
Marcelo no se lo podía creer. Y le preguntó:
-¿Qué hace un marciano con mascarilla?
-No soy marciano, sino venusiano -le contestó el extraterrestre-. En Venus llevamos siempre mascarilla. ¿Por qué tú no la llevas?
-Espera, que voy a por una -dijo Marcelo.
Ya hacía tiempo que en la Tierra la mascarilla era algo habitual. La gente la llevaba cuando se ponía un poco enferma para no contagiar a los demás o cuando no querían contagiarse de alguna enfermedad.
Cuando Marcelo volvió con su mascarilla puesta le preguntó al venusiano su nombre. El venusiano le contestó:
-No tengo nombre.
-¿Puedo ponerte uno? -le preguntó Marcelo.
-Gracias -dijo el venusiano-. Siempre he querido tener uno.
-Entonces te llamará Mascarillus -dijo Marcelo.
-Me gusta -dijo el venusiano.
-Yo me llamo Marcelo y quiero ser tu amigo -dijo el niño.
-Me parece una idea genial, porque ahora necesito un amigo que me ayude -dijo el venusiano-. No puedo volver a casa. Mi nave está estropeada.
-Puedes quedarte en la mía -dijo el niño-. Yo te ayudaré a arreglar tu nave. Y podrás irte cuando quieras.
Y así comenzó la historia de una curiosa amistad entre un venusiano y un terrícola.