Mi amigo el pelícano
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Mi amigo el pelícano

Mi amigo el pelícano Fernando iba todos los días a la escuela en su bicicleta. Como vivía en un lugar tranquilo y cercano a la playa, se podía dar el lujo de ir bordeando la costa. El niño disfrutaba mucho de pedalear al aire libre y de poder contemplar el paisaje de la playa cada mañana.

Además, Fernando adoraba la naturaleza y aprovechaba el camino a la escuela para contemplar algunos animales que habitaban en la zona. Fernando, en su rutina diaria, se había hecho un amigo muy peculiar, un pelícano. Como los padres del niño tenían una pescadería, el pequeño todas las mañanas antes salir para la escuela, tomaba algunos pescados, los colocaba en una bolsita y se lo llevaba a su amigo, el pelícano. El animal conocía al niño y parecía conocer los horarios también, así que lo esperaba cada mañana en el mismo sitio para recibir sus peces de desayuno. El pelícano cada mañana recibía a Fernando extendiendo sus alas y agitándolas como en una especie de demostración de su alegría de verlo.

Sucedió una mañana que Fernando llegó al sitio de siempre y su amigo emplumado no estaba allí. Tras recorrer algunos metros con su bicicleta buscándolo, no lo encontró por ningún sitio. Fernando imaginó que estaría sobrevolando por la costa, así que siguió su ruta hacia la escuela.

Al regreso luego de sus clases, Fernando volvió a buscar a su amigo y, como aún no lo veía, se dedicó con más tiempo a buscarlo por la costa. Después de caminar unos minutos, el niño encontró al ave bajo unas rocas, acostada y cabizbaja.

—¿Qué te pasa, amigo? Te traje tus peces.

Fernando le extendió uno de los peces al pelícano, pero este ni siquiera levantó su cabeza. El niño se extrañó mucho por la actitud del ave, así que se preocupó y desde su móvil llamó a su padre.
—Hola, papá, por favor tienes que ayudarme. El pelícano que alimento cada día está muy débil. Creo que está enfermo. ¿Podemos llevarlo al veterinario?

—De acuerdo hijo, espérame allí que ya pasó a buscarte con el coche.

El padre de Fernando, que conocía cuanto su hijo adoraba los animales, no tardó en aparecer en la playa con su coche.

—Bien Fernando, yo lo llevo en mis brazos, tú ábreme la puerta trasera del coche— dijo el hombre mientras con una toalla procedía a levantar al ave.

El padre del niño colocó suavemente al ave en el asiento trasero de su coche y junto a su hijo se dirigieron al veterinario.

Después de examinarlo por unos minutos, el veterinario comentó.

—Muy bien, muchacho, aquí está el problema: el pelícano tiene en su pico un pedazo de plástico atravesado. Eso lo estaba molestando mucho, no le permitía comer y además provoca que se debilite.

Mi amigo el pelícano—Pobrecillo— exclamó Fernando.

—Por suerte, tú lo visitas todos los días; si no esto hubiese sido mucho peor— agregó el padre del niño.

El veterinario procedió a quitar el plástico del pico del pelícano y luego le inyectó unas vitaminas para que estuviera más fuerte. Fernando y su padre volvieron a subir a su coche para regresar al animal a su sitio en la playa.

El pequeño y su padre colocaron el ave en el mismo lugar cerca de las rocas, donde la habían encontrado débil y desde allí el pelícano emprendió vuelo. A partir de ese día Fernando en sus recorridos en bicicleta, además de llevarle alimento a su amigo y a otras aves marinas, comenzó a observar con atención la playa en su camino y recoger los plásticos que veía esparcidos para que no dañaran a ningún otro animal, como había sucedido con su amigo, el pelícano.
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