Odor era un dragón distinto a los demás. Todos sus amigos y primos daban miedo a todo aquel que se cruzara en su camino. Grandes bocanadas de fuego que salían de sus fauces hacían huir despavoridos a los habitantes del pueblo en el que vivían los dragones. Estos seres habían existido desde siempre, desde montón de siglos atrás. Pero Odor no producía terror, sino todo lo contrario. Todo el que se lo encontraba quería jugar con él, darle abrazos y hasta los niños compartían con él parte de su merienda.
Mientras fue joven, a Odor le gustó ese modo de vida. Pero cuando empezó a crecer y a convertirse en un dragón adulto, empezó a cambiar de opinión. Se propuso transformarse en un dragón abominable, al que todos temiesen. Para ello, se juntó con el alumno más trasto de su escuela. De él aprendió a cometer todo tipo de fechorías.
Al cabo del tiempo, Odor se cansó de esa nueva vida. Echaba de menos a los niños que le daban mimos en el parque y añoraba los tiempos en los que la gente le buscaba por la calle para saludarle. Se dio cuenta de que odiaba que la gente huyese de él, porque en el fondo era un ser bondadoso y con un gran corazón. No solo cambió de actitud, sino que se propuso convencer a los otros dragones de que dejasen de asustar a la gente.
Les dijo que les iría mucho mejor y serían infinitamente más felices
. Los otros dragones le hicieron caso y pronto se dieron cuenta de la razón que tenía Odor. Empezaron a usar el fuego que salía por sus bocas, no para asustar, sino para ayudar a la gente del pueblo. A calentarse en invierno encendiendo hogueras y chimeneas o a cocinar y poner tomar sopa bien caliente. Pronto los dragones pasaron de ser los seres más temidos del pueblo a valiosos miembros de la comunidad por todo lo que ayudaban a sus vecinos.