La rutina de Ramón era siempre la misma: se levantaba de su cama de muy mal humor, se ponía cualquiera de las prendas que encontraba tirada en el suelo de su habitación, tomaba su mochila y se dirigía a la escuela. Y llegaba a la escuela refunfuñando. Además, a todo el que se cruzaba maltrataba.
Ramón era el bully del colegio. A Carlitos, por ser unos años menor, todos los días le robaba su almuerzo y sus chuches. Si ofrecía alguna resistencia, Ramón el matón golpeaba a Carlitos, y si no, de todos modos, lo insultaba.
Ricardo usaba lentes, y Ramón se encargaba de burlarse de ello con cientos de apodos, de los cuales “cuatro ojos” era el más amable. A Susana le remarcaba lo ridículo de sus peinados y de sus vestidos. La niña se iba todos los días llorando a su casa por los dichos de Ramón. Y así con todos, por ello todos los niños temían a Ramón y se sentían muy mal con su presencia y actitudes.
Pero Jorge era muy curioso, y a pesar de que se sentía mal como todos los niños con la situación, se preguntaba por qué Ramón era así.
Un buen día Jorge espero a la salida del colegio a Ramón para hablarle.
—Hola Ramón, ¿Cómo estás?
—-No es tu asunto batracio.
Jorge, en silencio siguió caminando al lado de Ramón.
—Si sigues caminando a mi lado te voy a golpear.
—Pues hazlo, será divertido —respondió Jorge, desafiante.
—Idiota —murmuró Ramón sin mirar a Jorge y acelerando su marcha.
Al llegar a su casa, Ramón entró y dio un portazo en la cara de Jorge sin saludarlo.
Los días siguientes Jorge hizo lo mismo y acompañó a Ramón a su casa.
—¿Otra vez me sigues, batracio?
—Pues ya ves que sí.
— Te voy a golpear de una manera que no olvidarás —dijo Ramón.
—¡Qué bueno!
—¿Acaso eres más idiota de lo que yo pensaba?
—Pues averígualo —respondió Jorge.
Ramón respiro fuerte, y siguió caminando con su compañero hasta su casa, donde entró nuevamente con un fuerte portazo.
Así pasaron días, semanas y meses. Jorge, además de curioso, era muy persistente. Todo siguió igual hasta un día en que Ramón en vez de dar un portazo. Se dio la vuelta, miró a Jorge y le dijo;
—Oye batracio, ¿quieres pasar?
—Claro que sí, Ramón.
Los dos niños entraron y Ramón, sin decir una palabra, sirvió dos vasos de leche y cogió unas galletas para compartir. No había nadie en la casa. La casa se veía muy descuidada.
Ramón dejó ver a Jorge una cara de él que nadie conocía. Se mostró más amable y aunque con modales un poco rudos, le contó de su realidad a Jorge. Su vida era bastante dura para ser un niño. Sus padres no estaban casi nunca en la casa, y cuando estaban no le daban mucha atención… casi nada.
Ramón debía ocuparse de prepararse su comida, y de arreglar su ropa para ir al colegio. De tantas mudanzas que había tenido no había logrado hacer ningún amigo. Los días siguieron transcurriendo y tras las caminatas, Ramón invitaba a Jorge a tomar la leche. Cada vez Ramón se abría más a Jorge, y así los niños forjaron una bonita amistad.
Poco a poco Ramón fue cambiando su actitud con los demás niños de la escuela, y los niños al ver ese cambio también fueron aceptando su amistad. A partir de entonces Ramón y Jorge se convirtieron en mejores amigos; eso sí, Ramón jamás dejó de llamarle batracio a Jorge.