Era un sábado soleado, y el parque estaba lleno de niños riendo, corriendo y jugando. Roberta estaba sentada en un banco, mirando con algo de envidia a sus amigos Andrea y Adolfo, quienes se deslizaban sobre patines con mucha gracia, riendo y girando alrededor de la pista de patinaje.
—¡Roberta! ¡Ven, inténtalo! —le llamó Andrea, extendiéndole la mano.
Roberta sonrió, pero al ver los patines en sus pies, sintió un nudo en el estómago. Nunca había patinado, y la sola idea de perder el equilibrio y caer al suelo le daba mucho miedo. Se abrazó las piernas y miró hacia abajo, pensativa.
Adolfo patinó hasta el banco y se sentó a su lado, respirando rápido después de tanto girar.
—No te preocupes, Roberta. Nosotros también nos caímos al principio. Pero lo más importante es intentarlo. Si no te gusta, pues no pasa nada —dijo Adolfo con una sonrisa alentadora.
Andrea se acercó también y le puso una mano en el hombro.
—Sí, Roberta. A mí me dio miedo la primera vez, pero Adolfo me enseñó a caer despacio. Y luego, pues… te levantas, te ríes y sigues.
Roberta miró sus rostros amables y decidió darse una oportunidad. Se puso de pie con cuidado y se colocó los patines que le prestó Andrea. Estaban un poco sueltos, pero cómodos. Tomó aire y, con la ayuda de sus amigos, se deslizó hacia la pista.
Al principio, sus piernas parecían querer ir en direcciones distintas. Roberta tambaleaba, se sujetaba con fuerza de las manos de sus amigos, y en más de una ocasión se encontró cayendo de golpe al suelo.
—¡Ay! —exclamó, frotándose la rodilla después de una caída.
Andrea y Adolfo le ayudaron a ponerse de pie, riendo y animándola a intentarlo otra vez.
—Cada vez que te caes, te haces más fuerte —dijo Andrea, guiñándole un ojo.
Sin embargo, tras varias caídas, Roberta estaba a punto de rendirse. Ya tenía algunas raspaduras en las rodillas, y le costaba cada vez más levantarse.
Justo en ese momento, una figura conocida apareció a su lado. Era doña Rosa, su amable vecina.
—¡Vaya, vaya! —dijo ella, sonriendo—. Parece que alguien está aprendiendo a patinar. ¿Sabes, Roberta? Yo también pasé por eso. No creas que nací sabiendo patinar.
Roberta abrió los ojos, sorprendida.
—¿En serio, doña Rosa?
—Claro que sí. Mira, la primera vez que lo intenté, ¡me caí más de diez veces! Pero con cada caída, aprendía un poquito más. Los mayores también podemos aprender cosas nuevas, aunque sea difícil.
Roberta miró a sus amigos y sonrió con renovado entusiasmo. Inspirada por las palabras de Doña Rosa, se levantó una vez más.
—Lo intentaré otra vez, y otra vez si hace falta —dijo.
Con la ayuda de Andrea y Adolfo, Roberta empezó a deslizarse poco a poco. Esta vez, su miedo había disminuido. Las caídas ya no la asustaban tanto y, poco a poco, comenzó a dar pasos más seguros.
Finalmente, después de mucho esfuerzo, Roberta logró deslizarse sola por un tramo de la pista. ¡Lo había logrado! Sus amigos aplaudieron emocionados, y Doña Rosa le dio un gran abrazo.
—¡Bravo, Roberta! —dijeron sus amigos, saltando de alegría—. ¡Sabíamos que podrías hacerlo!
Roberta sonrió, orgullosa de sí misma. Había descubierto que, a veces, los primeros pasos pueden ser los más difíciles, pero también los más importantes.
Desde aquel día, Roberta siguió patinando cada fin de semana, mejorando poco a poco. Y cada vez que veía a alguien nuevo en la pista, ella misma ofrecía una mano amiga, recordando que todos necesitan un poco de apoyo para dar sus primeros pasos.