Acababa de apagarse el último rayo de sol cuando Lucian llegó al pueblo. Llevaba varios días caminando, arrastrando su viejo carro. Sucio por el duro viaje a pie, y con las ropas gastadas, se presentó en la puerta del único hostal que había. El dueño del hostal no lo miró con buenos ojos.
-No tenemos habitaciones libres -le dijo.
-Pero no tengo a dónde ir -dijo Lucian-. ¿Podría dejarme dormir en alguna otra parte?
-Lo siento -dijo el dueño-. No acogemos mendigos.
-Pero yo….
-Váyase a otra parte -dijo el dueño del hotel mientras le empujaba hacia la salida.
Lucian buscó un lugar escondido y, usando su carro, se acostó. Ya había dormido muchas veces en él.
A la mañana siguiente Lucian colocó su carro en la plaza del pueblo. En un abrir y cerrar de ojos lo convirtió en un hermoso puesto en el que vendía bonitas pulseras de la suerte.
Pero la gente pasaba de largo, al verlo tan sucio y desaliñado. Esa misma tarde volvió a pasar por el hostal, a ver si había quedado alguna habitación libre. Pero el dueño lo volvió a echar. Así que Lucian volvió a dormir en la calle.
A la mañana siguiente, cuando Lucian volvió a montar el puesto de pulseras de la suerte, una niña se le acercó y le preguntó:
-¿Por qué estás tan sucio? ¿Por qué no te lavas?
-Porque no tengo dónde hacerlo, pequeña. En el hostal no hay habitaciones libres y no tengo a dónde ir.
-El hostal está vacío en esta época del año -dijo la niña-. Nunca viene nadie en invierno.
-Será que el dueño tiene las habitaciones ocupadas con alguna otra cosa -dijo Lucian.
-No -dijo la niña-. Mi padre es el dueño y sé que no hay nada.
La madre del niño interrumpió la conversación.
-¿Tiene usted dinero para pagar la habitación? -preguntó.
-Sí, señora -dijo Lucian-. Puedo pagar por adelantado.
-Está bien, venga conmigo -dijo la mujer.
Gracias a la buena señora Lucian se pudo duchar. Se afeitó, se cortó el pelo y se puso ropa limpia. Ese día vendió muchas pulseras de la suerte.
Al día siguiente, Lucian cargó su viejo carro y se preparó para marchar.
-¿Ya se va? -le dijo el dueño del hostal.
-Ya he hecho mi trabajo. Gracias por su hospitalidad -dijo Lucian.
Al día siguiente llegaron muchos turistas al pueblo. El hostal se llenó de clientes y las tiendas vendieron más que nunca. Parecía como si los árboles y las flores se hubieran puesto de gala. La gente estaba contenta. Los pájaros cantaban y el sol brillaba más bonito que nunca.
-¿Habrán sido las pulseras de la suerte? -preguntó la niña a su padre.
-No creo, hija. Yo no compré ninguna -dijo su padre.
-¿Ah, no? -dijo la niña-. Entonces serán las que compró mamá.
-No digas tonterías, hija. Eso de la suerte es una patraña -dijo el hombre.
-Pues a mí me parece que cuando haces algo por los demás recibes algo bueno a cambio -dijo la niña-. Mamá ayudó a ese señor, y toda la gente que le compró sus pulseras también.
-Quién sabe, tal vez haya algo de verdad es eso -dijo el hombre.
Lucian siguió su camino, con su viejo carro lleno de esperanza e ilusión, y su corazón cargado de agradecimiento.